Lestat de Lioncourt
Entonces te vi. Te vi como nadie te
podía ver. Adoré todo de ti, hasta las pequeñas partículas de
polvo de tu maquillaje. ¡Eras hermoso y salvaje! Podía moldearte
con la sangre, ofrecerte algo que te hiciese sentir orgulloso.
Poseías una inteligencia natural, un don más allá de tu belleza
superficial, y pude ver en ti el ímpetu de vivir. Querías aprender,
devorar el mundo y yacer satisfecho entre las sábanas revueltas de
tu colchón. Jamás creí que pudiese ver un alma tan poderosa en un
cuerpo tan joven. Tenías los rasgos que siempre ansié y unos ojos
diferentes, pues reflejaban a la perfección la llama de la pasión
que ardía incesantemente en tu pecho. Pude ver tu luz, joven
Matalobos, y caí seducido como las pobres infelices del teatro.
¡Todos te admiraban y reverenciaban!
Pero tú sólo veías placeres carnales, vino recién descorchado y
frases idóneas para congratularte como un maldito demonio. No eras
feliz, pero aparentabas una dicha insufrible. No había nadie que no
codiciara ser el joven rebelde, hambriento y bohemio que se movía
como un animal salvaje sobre las tablas del teatro. Un animal
elegante, eso sí, con una soberbia propia de un noble. Esos lobos te
dieron su inteligencia, codicia por vivir y soñar. La muerte, que te
rozó en varias ocasiones a lo largo de tu vida, caía rendida llena
de amor. ¡Y yo también caí!
Di gracias a Satanás, quien era mi
guía, por encontrarte. No era fácil encontrar a un joven que amase
tanto la vida, pero a la vez la odiase de tal forma. Odiabas su
brevedad y también la filosofía barata de los altares. No creías
en nada, ni tenías nada, y eso te hacía muy poderoso. Brillabas
como una pepita de oro en la mano mugrienta de un pobre leproso.
Tenías algo más que vida, pues eras
mágico. Un ser único bailoteando, girando de un lado a otro, con
aquella mujerzuela empolvada como una gran dama. Reías a carcajadas
hasta marearte y luego, como no, corrías a encontrarte con sus
muslos cálidos entre bambalinas mientras tu amante, el verdadero
amor que te había arrastrado a París, moría de celos y furia. ¡No
te importaba nada! Sabías que tenías que engullir la vida antes que
se convirtiera en carne podrida, gusanos, hueso y, por supuesto,
finalmente polvo.
Es cierto que no debí marcharme, pero
así era el truco. Yo me marchaba y dejaba mi lugar a mi heredero, el
cual viviría una vida llena de lujos y satisfacciones, sin miedo ni
preocupaciones. Mi querido muchacho, mi adorado Matalobos, ¿cómo
puedo explicarte todo? Dime, ¿cómo? Si es imposible. Nada de lo que
diga ahora interesa ya, ¿no es así? Ahora lo único que importa es
que dirijas a tu pueblo mejor que tus primeros pasos como vampiro.
Te amo. No dudes que te amo. Siempre
amaré a mi querido Matalobos.
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