Eleni me envió estas notas hace unas noches... Son notas preciadas para mí.
Lestat de Lioncourt
Él estaba allí de pie, sobre el
escenario, siendo adulado por un par de vampiros que tenían algo más
de dos décadas. Acariciaban sus cabellos oscuros y sus prendas
ligeramente polvorientas. Durante días había mantenido un silencio
casi sepulcral. Su voz, profunda aunque sutil, tenía un acento que
podía ser confundido con el del propio París. Había vivido algunos
años en la ciudad y regresó al nido de ratas, suciedad y artistas
que tanto consumía su alma, a la vez que la alimentaba, con el solo
objetivo de morir de inanición en mitad de una noche apasionada.
Era delgado. Recuerdo muy bien su
figura esbelta. Tenía una estatura considerable, pero no llegaba a
rebasar a su creador. Sus ojos profundos, tan profundos como su voz,
eran castaño oscuros y parecían la boca de dos lobos aullando. Un
lobo en mitad de un rebaño de almas indecentes. Su boca tenía
labios carnosos y una sonrisa pérfida. La tez de su piel estaba un
poco bronceada, pero no tenía peca o muesca alguna. Acepto que era
una obra maestra aquel vampiro, aunque su alma estaba consumida y
destruida mil veces. Podía ver como se retorcía junto a su cuerpo
cuando tocaba. Un alma que lloraba y gritaba.
Poseía unos dedos largos, los cuales
le daban cierta habilidad pasmosa para tocar rápidamente las
cuerdas. En ocasiones no usaba el arco, sino que pellizcaba estas y
hacía sonar unas notas intensas, algo depravadas, que te seducían
cayendo a sus pies. Como humano nunca habría logrado a ser un gran
violinista, ni aunque hubiese seguido con las más excelsas clases de
violín. Sin embargo, el Don Oscuro le dio algo más que una vida
eterna, modificó sus habilidades y lo convirtió en un genio.
Escuché la pelea con su creador, con
aquel joven que nuestro amigo más viejo persiguió por todo París,
y fue terrible. Lestat lloró lágrimas sanguinolentas de rabia y
frustración, pero él se reía. Escuché como se lanzaban severas
acusaciones, crueles frases dignas de una guerra encarnizada y
miradas propias de dos amantes heridos. Poco después, cuando Lestat
se fue de Francia, logré sentarme a su lado y escuchar su historia.
—Creí que mi idea le haría
feliz—dijo acariciando ensimismado su instrumento. Desconozco si él
me hablaba a mí o no. Sólo sé que lo escuché. Tuve la delicadeza
de apoyar mi diestra sobre la cruz de su espalda, justo donde acababa
el último mechón de su pelo, para darle cierto confort—. Siempre
quiso conocer los límites del ser humano, romper las reglas y ser
temerario. Amaba éste teatro, lo adquirió por algo, y a mí me dotó
de vida... ¡Pero eso no lo hizo porque él quería! Deseaba verme
morir en medio de la inocencia y la estupidez, sumergido en la
oscuridad sin poder siquiera hallar una verdad agradable por falsa
que fuese. Miserable... ¡Y me habla de traicionar al mundo! Yo sólo
quiero crear arte, acompañarme de lo único que no me ha abandonado,
porque mi alma sufre...—se abrazó al violín y lo besó con
ternura, para luego abalanzarse al escritorio riendo a carcajadas.
Una nueva obra corría dirigente por
las conexiones nerviosas de su cerebro. Estaba alentándole a
escribir para olvidar, para no pensar, para no sentir... para no
padecer y no caer nuevamente a los infiernos del quizás y el nunca.
Por mi parte, como no, guardé silencio
y observé. Quedé allí durante más de una hora mientras él
escribía y escribía, reía, se tiraba del cabello y se ponía en
pie señalando el papel mientras mascullaba ciertas ofensas a Dios,
el Diablo, el destino y la fe. Después, para calmarse, tocaba la
melodía que había compuesto mientras recitaba los poemas perversos,
las frases ingeniosas y las escenas obscenas que había firmado para
nuestro próximo estreno.
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