—¿Por qué miras así?—dijo
despejando sus ojos del grueso libro de poemas que leía.
Mis manos se movían ágiles por el
piano, pero no prestaba atención a las partituras. Las mismas
partituras, con sus elegantes anotaciones, que Antoine me había
obsequiado tras noches de borrachera infinita. Él estaba empezando a
despejarse, alejándose del vino y las tabernas, para introducirse a
la demencia de crear las mejores composiciones para mí. Y, aquella
que tocaba, me recordaba a ella. Era una melodía amarga, rabiosa y
triste. Tenía algo tenebroso y sensual que la hacía hermosa e
idónea para acompañar los movimientos refinados de Claudia.
—Es porque eres bonita—respondí.
—Siempre lo he sido—contestó
cerrando el libro, para dejarlo sobre los pliegues de su vestido—.
Tú siempre me has dicho que soy hermosa.
Era cierto. Siempre lo había dicho.
Jamás había afirmado lo contrario. ¿Por qué tenía que hacerlo?
¿Qué ganaba yo mintiendo? Ella era absolutamente hermosa. Había
admirado su belleza infantil como síntoma de inocencia y maldad, una
maldad pura que nacía desde lo más hondo de nuestras almas. Aunque
seguía creyendo que la maldad era sólo un punto de vista, que Dios
no podía condenarme por haberla convertido en una niña eterna ya
que ni Marius, aquel poderoso y milenario vampiro, me había
castigado por ello.
—Tu belleza va más allá de la
perfecta maldad que cubren tus actos, del veneno frívolo de tus
caros gustos, y de tus adorables y falsos llantos—dije dejando de
tocar, para levantarme del piano y caminar hacia la ventana.
Miré la lluvia cayendo desoladora
sobre los tejados adyacentes, las calles empapadas, la oscuridad
perturbadora y las tintineantes velas encendidas en algunas
viviendas. Sí, también veía el humo de las chimeneas y escuchaba
el ruido de los cascos de unos caballos lejanos, de algún cochero
que quizás recogía a alguien de la ópera.
—¿Por qué me dices ésto?—dijo
moviendo sus pies. Parecía una niña, pero no lo era. Por mucho que
se mostrara ante sus víctimas como tal, que las atrajera por su
rostro de porcelana fina y sus rizos perfectos. No. No era una niña.
—Porque hace tan sólo unos días que
me percaté que ya no eras una niña, que hace décadas dejaste de
serlo y que te comportas como una mujer amargada, sola y triste. Sin
embargo, esa tristeza te dota de una belleza amarga muy atractiva.
Cuando te miro a los ojos veo el alma de una mujer chillando
desconsolada, pero tus labios dagas de aspecto infantil y tu cuerpo
el de una muñeca mágica.
Aquello la sorprendió, pero ennegreció
aún más su mirada. Al girarme vi sus ojos azules convertidos en dos
mares profundos, casi insondables, donde las lágrimas querían
abrumarla pero ella no lo permitía.
—No me siento triste—comentó
cerrando sus pequeños puños.
—A veces la tristeza se confunde con
rencor o rabia—susurré caminando hacia ella, para rebasar el sofá
e ir hacia la puerta.
—Tú eres el confundido—aseguró.
—No, te aseguro que no.
Lestat de Lioncourt
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