Tenía miedo a la muerte. Todos tenemos
miedo a la muerte. Es un miedo natural, instintivo, que nos hace
luchar por aferrarnos a la vida. Pobre de aquel que ya no teme a la
muerte, pues posiblemente su alma y sus instintos están muertos. El
frío de la nieve me helaba, la humedad calaba hasta los huesos, y
empecé a sentir que mi corazón bombeaba con fuerza. Mi vida se
perdía en medio de aquel bosque, perdido entre los senderos, donde
nadie me encontraría. El caballo relinchaba con fuerza mientras los
lobos atacaban y mis perros, ellos tan nobles e inteligentes,
atacaron con rabia intentando protegerme. El primer disparo fue
fallido, sobre todo porque acabé cayendo del caballo.
Mi yegua sufría terribles heridas, las
destelladas la iban destrozando y mis ojos se llenaban de lágrimas.
Sin embargo, no había tiempo para llorar a mi animal. Decidí
ponerme en pie, disparar de nuevo y sentir como uno de ellos se
lanzaba sobre mí. Como pude lo esquivé, pero me rasgó la gruesa
chaqueta. El cabello caía sobre mi rostro, empapado por la nieve y
el sudor frío. Los perros aullaban. Uno de los lobos caía abatido.
Mi escopeta volvió a sonar después de recargarla.
Algunas aves salieron de entre los
árboles, las pocas que eran capaces de sobrevivir en un invierno tan
crudo. La nieve volvía a caer. Mis pisadas se hundían, intentaba
moverme ágil hacia las rocas para refugiarme y así matarlos a
todos. No quería matarlos. No deseaba ser un asesino tan cruel. Sólo
había cazado para alimentarme, pero aquello era distinto. ¿Por qué
tenía que ser yo? ¿Por qué me eligieron a mí y no a mis dos
hermanos mayores? Los dos únicos hermanos que habían sobrevivido
después de muertes infantiles terribles que destrozaron el corazón
de mi madre, hundiéndola aún más en un desconsuelo y soledad
insoportable. Ella me esperaba. Sabía que era su único apoyo en
aquel castillo húmedo, lóbrego y vacío de amor.
Mis pensamientos eran de supervivencia.
Quería regresar a ver a mi madre, escuchar su voz una vez más y
morir si era necesario. Ellos me perseguían. Sólo quedaban cuatro,
la otra mitad yacían moribundos por las dentelladas de mis mastines
o mis disparos. ¡Pobres de mis perros! Ellos también estaban
muertos. Todos muertos. Parecían ángeles que habían sido enviados
con Dios para salvarme a mí. ¿Por qué yo debía sobrevivir? Mis
únicos amigos, los que amaba con todo mi corazón, habían caído.
Sin embargo, logré abatir al resto
cuando alcancé una posición privilegiada. Disparé con destreza y
los maté. Después, agotado y febril, caí al suelo, sobre la fría
nieve. Horas más tarde desperté y lloré. Lloré como cuando era un
niño, aunque ya era un hombre adulto. Agarré uno de los lobos tras
acariciar el hocico frío de mis perros, de despedirme de mi yegua y
de recoger la montura. Caminé hacia el hogar muerto y vivo. Algo en
mí moría, pero ese deseo de vivir, fuese como fuese, había
germinado. Me convertí en “Matalobos”... y cambié mi vida
absolutamente.
Lestat de Lioncourt
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