Lestat de Lioncourt
Corríamos por la ciudad. No lo
hacíamos a la velocidad de un ser humano. Jamás me había sentido
tan libre. Nunca había probado mis poderes de ese modo. Creo que
jamás me había percatado que poseía tales habilidades. Por primera
vez me sentía unido a lo que era. Había dejado atrás los deseos
desenfrenados de entrar en locales de poca monta y dejarme llevar por
la estruendosa, aunque atractiva, música que me hacía bailar
durante horas. Vestía ropa cómoda, algo ajustada, y oscura. Él me
había pedido que fuese su sombra, o al menos algo similar, porque
quería que le acompañara hasta uno de los cementerios más
populares de París.
Un París que parecía una bomba de
relojería. Las calles se habían llenado de muertos por las
políticas del presente y pasado gobierno, por financiaciones que
rallaban lo ilegal a organizaciones terroristas, y porque se había
fabricado una nueva guerra que dividía, clasificaba y hacía que los
buenos fueran muy buenos y los malos terribles. La lluvia caía
precipitándose con rabia. El viento agitaba las húmedas banderas a
media hasta, las luces seguían tiritando y en algunos locales se
escuchaba un himno, lleno de símbolos que alentaban a una pureza de
sangre inexistente en una sociedad actual, que unía almas.
Cada pisada era como una liberación.
Me sentía libre. Él parecía no disfrutar de aquellos movimientos
limpios, medidos y sigilosos. Los míos eran más patosos. Yo parecía
un bebé que recién caminaba en comparación con él, un hombre
atlético y que se comprometía con la carrera a contra reloj que
estábamos teniendo.
Benjamín difundía algunos mensajes en
la radio. Hablaba de diversas informaciones que habían llegado de La
Orden de Sabios de Talamasca. La Talamasca de David Talbot era muy
distinta a la actual, pues habían crecido las medidas de seguridad y
ahora realmente la gobernaban humanos para humanos, aunque en las
sombras seguían aquellos seres poderosos que se encargaron de
engrandecerla y conservarla.
“Queridos hermanos. Se están
viviendo cambios. Actualmente no podemos hablaros con claridad de
todo lo que está sucediendo. Los espíritus parecen intranquilos.
Quizás se está abriendo otra brecha en ésta realidad, la que todos
compartimos, y están apareciendo espíritus que desconocíamos. No
tengáis miedo. Ahí fuera hay un grupo de talentosos hombres,
mortales e inmortales, que están recabando información para todos
ustedes. Repito, somos una Tribu y la Tribu se está moviendo. No
temáis.”
Se escuchaba el violín de Antoine y el
piano de Sybelle. Podía imaginarlos juntos tocando hasta el delirio.
Allí estaba Marius, reunido con Armand, mientras Gregory paseaba por
las habitaciones conversando con algunos jóvenes vampiros amigos
nuestros. Pero ¿y Lestat? Hacía días que no aparecía, ni hacía
reuniones y parecía desaparecido. No preguntaba por él, no quería
parecer nervioso porque el líder no estuviera y, por supuesto, no
deseaba que mi ansiedad preocupara al resto. Sin embargo, mis dudas
se resolvieron.
Allí, bajo la fina llovizna, se
hallaba Lestat junto a su replica perfecta. Lestat de Lioncourt y
Viktor, su hijo, se hallaban de pie vistiendo ropas similares. Viktor
era más pulcro, llevaba el pelo recogido y era ligeramente más alto
y ancho. Lestat era un poco más menudo, su cabello estaba revuelto y
poseía ligeras vetas blancas que hablaba de su exposición al sol de
forma reiterada. Ambos llevaban chaquetas rojas con solapas negras,
camisas blancas de algodón y jeans desgastados con unas botas
elegantes, aunque cada cual llevaba unas botas distintas. Las de
Viktor eran más sofisticadas, las de Lestat eran las de una estrella
del rock trasnochada.
—Buenas noches, amigo—dijo David
abrazándose a él con fuerza y ánimo.
—Buenas noches, David—contestó con
tono jovial, como si nada pasara, mientras su hijo parecía
inquieto—. Seth me ha enviado con Viktor como escolta, ¿te puedes
creer? Mi hijo es quien vigila que no me meta en líos—se echó a
reír, pero su risa no era del todo libre. Parecía preocupado. En
ese momento me di cuenta que estaba tenso.
—¿Por qué nos has reunido
aquí?—pregunté—. ¿Por qué he tenido que venir yo?
—Porque alguien tenía que acompañar
a David y él se fía de ti—dijo Viktor. Su voz era tan similar a
la de su padre que sentí un ligero escalofrío, pero no tenía
acento francés. Poseía un acento que no era de ninguna parte, un
acento de miles de países, aunque con un cierto desdén
norteamericano. No podía diferenciarlo del todo.
—Podemos discutir todo en el café,
por favor—movió suavemente su cabeza señalando una pequeña y
coqueta cafetería.
Estaba arrebosar de personas. Sin
embargo, parecía que no le importaba que otros escucharan nuestra
conversación. Había varios vampiros jóvenes no muy lejos, podía
sentir sus miradas y sus deseos de leer mi mente. Por supuesto, como
no, tenía la mente cerrada y supongo que el resto también.
Nos movimos hacia el interior y allí,
rodeados del aroma a café recién hecho y de distintas viandas, nos
sentamos. David pidió un ponche, Lestat hizo lo mismo, Viktor optó
por chocolate caliente y yo decidí pedir un café solo. Los cuatro
calentaríamos nuestras manos con las tazas y emularíamos que
podíamos digerir la bebida. La camarera fue rápida y su sonrisa
parecía amarga. Era normal que todos estuvieran tensos por los
atentados.
—Hace días que Amel está
inquieto—dijo rompiendo el silencio.
—¿Inquieto?—preguntó de inmediato
David—. Especifica.
—Sucedió hace unas noches. Teníamos
nuestra habitual conversación tras la muerte de una de mis víctimas.
Había decidido matar a un estúpido que se pavoneaba imitándome,
intentando que todos creyeran que era yo—sonrió ligeramente
acariciando la taza y se la acercó a la boca—. Como si eso fuese
posible, pues ni siquiera Viktor es capaz de imitarme.
—No soy tan descarado ni
irresponsable—contestó su hijo provocando que él bajar la taza y
se echara a reír—. Ríete, pero incluso lo dice Seth.
—Seth tiene razón—respondió—.
La cuestión es... —se quedó pensativo, como si escuchara a esa
voz, para luego continuar—. Oh, sí. Empezamos a conversar sobre
mis viejas vivencias y finalmente acabamos hablando de Memnoch. No sé
porqué, pero se tensó.
—Sigues creyendo que era un espíritu.
Ahora lo crees firmemente—murmuró David.
—Así es. Lo creo—indicó.
—¿Y por qué? Decías que era el
diablo...—interrumpí.
—Así se presentó y así me hizo
creer, pero pienso que son espíritus que encuentran pequeñas
brechas en la oscuridad, esa oscuridad donde viven, y quieren entrar
en nuestro mundo. Es como una enorme grieta. Creo que algo, no sé
qué es, está sucediendo e intranquiliza a Amel. Puede que tenga que
ver con Memnoch y ese lugar, el lugar donde me llevó—susurró lo
último sin saber decir un lugar en concreto, pues no lo había.
Entonces Viktor recibió un mensaje y
miró a su padre, éste lo observó durante unos segundos como si
pudiesen hablar en una lengua inventada, como los gemelos, y ambos se
incorporaron. Tenían que irse. Se despidieron rápidamente de
nosotros y David fue tras ellos, dejando un par de billetes como
propina y pago, mientras yo me quedaba allí sentado, pensando en
todo lo que habían dicho y meditando sobre los pasajes de la
aventura de Memnoch. En aquellos días yo estaba loco, perdido,
desestructurado y hundido. Fueron días terribles. Armand estuvo a
punto de morir y Mael estaba desaparecido desde entonces. Algunos
decían que el celta estaba muerto, pero Marius decía que no era
posible.
—¡Daniel!—gritó desde la puerta
David—. ¡Vamos!
Me levanté y fui hacia la puerta
acomodándome la sudadera. Ni siquiera me había bajado la capucha,
me di cuenta cuando quise subirla al percibir que seguía lloviendo.
David Talbot me rodeó con su brazo derecho, pasándolo por encima de
mis hombros, para luego pegarme a él intentando darme algún
consuelo. Necesitaba ver a Marius. Quería hablar con quien tenía
como maestro y vínculo, pero también necesitaba hablar con Armand
sobre Memnoch. Yo sabía que David y yo nos trasladaríamos de nuevo
hacia Nueva York, donde estaba el resto.
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