Daniel ha decidido dejar por escrito sus pensamientos sobre la sociedad actual. No todos estarán de acuerdo, pero para mí es un punto clave: estamos hambrientos.
Lestat de Lioncourt
El ser humano actual está enfermo
desde hace décadas. Tiene una enfermedad que carcome su alma y la
pudre lentamente. Los primeros casos aparecieron hace más de
cincuenta años. La sociedad apenas estaba empezando a sumirse en una
profunda oscuridad. Ésta enfermedad del alma es la pérdida del
interés por la cultura realmente influyente o que contribuya a un
enardecimiento del intelecto. Nos encontramos ante una sociedad que
busca un arte fácil de digerir, simple y carente de profundidad
igual que la mayoría de las almas que pueblan sus calles. Es un arte
desechable, como la mayoría de los enseres, y muy consumista. Lo que
valía ayer ya no vale hoy y hay que conseguir nuevos intereses que
nos sacien, pero son tan endebles que jamás contribuyen a llenarnos.
Nos convertimos en meras máquinas carentes de felicidad.
Hace algo más de cien años ir a un
café no era un acto tan cotidiano. Sólo las personas influyentes
podían darse el lujo de quedarse amodorrados con el humo del tabaco,
el aroma profundo del café y del periódico de primeras horas de la
mañana. Los empleados de las fábricas corrían agitados, igual que
hormigas, de la casa a la industria y, por supuesto, cuando se
asomaban al café introducían sus pensamientos con ahínco y
desesperación. El bar, la taberna, los lugares de culto a la
conversación se llenaban a media noche con encuentros de todo tipo.
Los pensadores, escritores y artistas se camuflaban entre los airados
y desesperados. Todos se unían en una mezcla distinta que los
invitaba a dialogar. Hoy vas a un bar y pocos están conversando
profundamente de temas artísticos o políticos, y quien lo hace no
tiene idea de lo que está hablando. Seamos sinceros, la mayoría va
a los cafés para tomar algo y ensimismarse en la televisión, la
cual te dicta qué debes pensar, comprar e incluso cuantas veces al
día debes respirar. Se ha perdido la cordialidad, el respeto al
prójimo, la conversación fluida más allá de la manida charla del
tiempo y hemos convertido al camarero en máquinas expendedoras. Ni
siquiera miramos a la cara a quien nos sirve el café, té o
cualquier refrigerio. Pocos son quienes dan los buenos días, tardes
o noches. Aún más escasos son los que dejan alguna miserable
propina.
Somos terriblemente hedonistas, y
cuando digo somos incluyo también a todos los vampiros de éste
perverso mundo. Disfrutamos de la diversión, pero ¿es de calidad
esa diversión? ¿Se divierte nuestra alma recogocijándose con el
arte y las vacías conversaciones de ascensor que se dan en los
numerosos cafés? ¿Se ha perdido el impulso revolucionario? ¿Desde
cuándo nos conformamos con acumular tiempo que luego malgastamos
frente a la televisión? No usamos el tiempo y vivimos contra las
manecillas del reloj. Viajamos apresuradamente por las calles y no
contemplamos el cielo, aunque si lo hiciéramos veríamos una densa
neblina que nos impide ver las estrellas o intentar soñar.
El arte está desapareciendo y el que
renace, como si fuese un pequeño brote de esperanza, sólo se
mantiene por intereses económicos. Además, como no, nos dicen cual
es el más importante, el que debe representar a toda una generación
como siempre y no en ser nosotros mismos quienes decidamos cuales son
los más influyentes. Nos dejamos deslumbrar por artistas del circo
metidos a domadores de espectadores, los cuales van a conferencias
ilusionados y atraídos por falsas propuestas de mercenarios
industriales. Compramos más de lo que necesitamos en vez de invertir
el dinero, tiempo y esfuerzo en algo que realmente merezca la pena.
Los vampiros más jóvenes sufren ésta
tendencia insana, pues han nacido en una sociedad capitalista e
infame. No digo que el comunismo sea la solución, pero ¿un
capitalismo tan salvaje es necesario? ¿Dónde quedó el mirar por la
sociedad y sus verdaderas carencias? No, para qué. Es mejor, y más
productivo para las grandes fortunas, generar necesidades que nunca
se verán del todo cubiertas. Estamos insatisfechos y no lo sabemos,
pues es nuestra alma la que clama y eso, señores, no lo pueden
llenar los billetes amontonados a la hora del pago en un
supermercado. Eso lo hace una conversación amena, un abrazo sincero,
un libro que realmente nos cambie y un cuadro que nos recuerde a
nuestra infancia... Una película que realmente posea un guión
sólido, aunque no sea la típica que veas en una sala de cine. Algo
especial, pues somos especiales y no nos pueden vender a todos lo
mismo... ¡Pero lo hacen! Por eso estamos desesperados y aceptamos
cualquier cosa convenciéndonos que es cierto, pues la desesperación
genera que nos involucremos en guerras absurdas, divagaciones
inconsistentes y aplaudamos a vendedores de humo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario