Lestat de Lioncourt
Estaba allí de pie. Habíamos
regresado del hospital. Huimos entre la alarma de los numersos
heridos del concierto. Las salas estaban llenas de jóvenes
frenéticos que balbuceaban desconcertados. Muchos médicos pensaban
que alucinaban debido a alguna droga vendida en el concierto, la cual
los hizo delirar en mitad del humo del incendio. Pero no era así.
Había quienes hablaban de vampiros reales, de una diosa en el cielo
ejecutando a sus iguales y llamando a filas a su querido Príncipe.
¡Oh, Lestat! ¿Dónde había quedado ese maravilloso vampiro? Sólo
recordaba el dolor en mi cuello, la angustia de las lágrimas de Mael
recorriendo su rostro blanquecino, el sonido de la ambulancia y el
frío de las sábanas almidonadas de mi habitación. Pero, en aquella
habitación, sólo había libros. Estaba de pie en mitad de la gran
sala de Maharet, de su biblioteca, donde yacían miles de años de
historia. Una historia que siempre sería la mía, pues se iniciaba
con la terrible unión del cuerpo de Khayman y el de ella. Éramos la
semilla, La Gran Familia Humana, y yo era la descendiente más
fuerte. Al menos, eso decía la que siempre consideré mi tía.
—¿Alguna vez has amado con todo tu
corazón?—preguntó Mael.
No me había fijado en su presencia.
Estaba aún sumida en mis pensamientos. La noche me asombraba. Podía
ver nuevos detalles que jamás había notado. Era un vampiro y mis
sentidos se agudizaban. Percibía aromas intensos de cada libro,
incluso de viejas especias que habían estado a su alrededor y de
musgo. El musgo de la entrada penetraba fuertemente en mi nariz, ¿o
era el musgo de las botas de Mael? No lo sabía.
Él me parecía más hermoso que nunca.
Tenía rasgos duros, pero suaves. Parecía un hermoso lienzo que
cobraba vida. Aquellos cabellos rubios, casi blancos, caían
suavemente sobre su chaqueta de cuero color caramelo y sus jeans,
algo arrugados y salpicados por la sangre de otros, parecían más
viejos que nunca. Sí, también podía oler la sangre seca, el barro
y su colonia. Una colonia casi inapreciable que pertenecía al propio
aroma corporal que él poseía. Quería correr a sus brazos,
estrecharlo contra mí y decirle que le quería. ¡Le quería más
que nunca! Él me había salvado y estaba a punto de darme su sangre,
la sangre de un poderoso celta, con tal de no verme sufrir o morir.
Pero fue Maharet quien lo hizo, ella decidió darme un regalo tan
importante.
—Sí—respondí confusa.
—Pues así te amo yo—admitió
aproximándose a mí, tomándome de los brazos con cierta fuerza y
mirándome a los ojos como lo haría un hombre dispuesto a besar a su
gran amor. Sin embargo, no vi en él un amor apasionado de película
romántica, sino un amor incondicional. Era el amor de un padre, un
hermano, un amigo... —. Te amo como si fueras parte de mí.
—Mael...—susurré al borde de las
lágrimas.
—No debiste desobedecerme—quería
ser severo, pero era imposible. Jamás supo ser severo conmigo.
Siempre era demasiado bondadoso, como si temiera alejarme de él por
ser tan tajante y sincero—. ¿Acaso no pensaste en Maharet o en
mí?—preguntó entristecido.
—Yo...
—Ahora la oscuridad se cierne sobre
ti, rodeando tu alma hasta asfixiarla, y pronto la sed no te dejará
descansar—esas palabras provocaron que abriera los ojos, así como
los labios, sintiendo que mi alma se marchaba de mi cuerpo. Estaba
tomando conciencia de todo lo que implicaba vivir para siempre, él
lo estaba haciendo por mí. Era un consejo, lo sabía, pero me
molestaba profundamente. Yo no era una niña—. Siempre serás
esclava de ese tormento y a la vez, como no, sentirás que te has
liberado de la muerte. Pero no es cierto—puso su frente sobre la
mía, la frente despejada y sin arrugas que poseía, y dejó que su
ceño se frunciera—. Tú serás la muerte. Te vestirás de ella,
con dulce encanto, para ojos de otros.
—Sé que implica ser inmortal—dije
colocando mis manos sobre las solapas de su chaqueta.
—Porque lo hayas estudiado, en esa
secta de eruditos, no implica que tú, Jesse, sepas que implica éste
poder—murmuró tomándome del rostro con aquellas manos ligeramente
frías, grandes y dedos largos. Tenía las manos grandes. Unas manos
que en los viejos tiempos, cuando era mortal, posiblemente estaban
llenas de heridas por recolectar hierbas y usar herramientas tocas.
Sin embargo, en ese momento eran suaves, dulces como las de una
madre, y sabias como las de un anciano.
—Mael, no soy una niña—dije
sutilmente frustrada.
—Para mí siempre serás una niña
que no sabía, ni sabrá jamás, lo importante que es para mí y lo
terrible que puede ser ver morir a quienes amas, comprender que el
mundo cambia y tú no. La inmortalidad es un don muy preciado, pero
también un castigo—besó mi frente y me abrazó pegándome
fuertemente contra su pecho.
—¿Qué me quieres decir?—susurré.
—Que te amo y que espero que jamás
te pierdas en la terrible soledad que une éste lazo.
Pude escuchar su corazón bombeando.
¡Latía! El corazón de un vampiro latía. Un corazón viejo y
sabio, que había vivido terribles tormentos, latía y lo hacía al
ritmo de su respiración. Quise beber de su sangre, pero no lo hice.
Me limité a dejar que me acariciara los cabellos y llenara mi rostro
de besos suaves, dulces y entregados. Permití que me amara como si
fuese su hija y me besara como si fuese su amante, pues sus labios
rozaron los míos y su lengua se hundió en mi boca como una poderosa
daga. No me importó que lo hiciera. Deseaba que me besara desde
hacía demasiadas noches. Me aferré a su chaqueta y acepté que sus
manos viajaran a mi cintura. Era incluso erótico el besar de ese
modo, el sentir como sentía, y permitir que me hiciera suya en ese
instante con algo tan simple, pero tan profundo, como un beso.
Era Mael, el druida y celta, el hombre
que definían como un ser frío a la hora de pensar y bárbaro cuando
actuaba. Pero no era cierto. Podía ser terriblemente amable y
bondadoso, sobre todo con una chiquilla estúpida que creía conocer
todo, aunque no conocía nada.
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