Khayman tenía razón y en estas memorias podemos verlo.
Lestat de Lioncourt
—Deberías escucharte—dije saliendo
de entre las sombras—. Escuchar todas esas estúpidas palabras que
pronuncia asustado por su fuerte carácter. Te domina, te oprime como
está oprimiendo a tu pueblo, y tú la mantienes en su trono
mostrando sus encantos a cualquier hombre. ¿No tienes coraje? ¿Dónde
está en guerrero que tan bien conozco en los campos de batalla?
¿Dónde? ¿Ha muerto en las arenas y no lo sabía?—pregunté sin
poder contener mi rabia. Quizá fui demasiado directo, pero no podía
callar más. Callarme sería darle la oportunidad de cambiar las
tornas y mostrarme como un ingrato.
—Ten cuidado con esa lengua, no vaya
a ser cortada—respondió rápidamente.
Su aspecto imponente era sólo en
apariencia y gracias a las numerosas joyas que mostraba en sus
brazos. El oro siempre te da grandeza, como el lino y los tocados.
Sus ojos rasgados, bien maquillados, mostraban el temor de un rey que
sabía que iba a ser destruido y convertido sólo en una pieza de un
juego macabro. Era joven, algo más joven que muchos de sus
generales. Tenía alrededor de veinticuatro años. Llevaba cinco años
reinando y en esos años habíamos ganado grandes zonas para nuestro
pueblo y nuestros dioses.
—Eres un traidor—murmuré entre
dientes.
—¡El traidor eres tú al hablar
así!—se exasperó.
—¡Yo sólo me preocupo por las
tradiciones que ella injustamente está aniquilando!
Había tenido que momificar a mi padre
y su ceremonia tardó casi un mes. Su cuerpo fue envuelto como
mandaba la nueva tradición. Conseguí que fuera una ceremonia
pomposa, llena de símbolos, y lloré sobre su sarcófago durante
horas porque sabía que no era el modo en cual debía enterrarlo. Mi
último adiós fue una súplica a su espíritu y a la propia tierra.
—¡Los muertos necesitan encontrar su
camino y para ello precisan de sus cuerpos, de su corazón y de su
espíritu! ¡No puedes obligar que regrese una tradición que impedía
ese proceso!—repitió la sarta de incoherencias que ella había
propagado como un veneno, un terrible veneno, por nuestro pueblo.
—Temes a esa mujer—sentencié.
—No—se atrevió a negar mientras
tomaba asiento.
Estábamos a solas y frente a frente,
en una pequeña habitación donde nos reuníamos cada atardecer. Él
y yo, a solas, sin más testigos que las esculturas y los diversos
muebles que decoraban cada rincón con pomposidad y belleza.
—¡Enkil!—grité.
—Si me amas, Khayman, debes hacer lo
que te mando. Por favor, te lo imploro. Haré lo que desees si
guardas bien tu lengua y cierras tus ojos ante lo que ocurre. No
quiero que mi pueblo caiga en su tiranía, pues he impedido que
algunas leyes salgan adelante—sus palabras no tuvieron ya efecto en
mí. Mi amor estaba destruyéndose día a día.
Nunca imaginé que dejase de amarlo,
que no lo quisiera rodear entre mis brazos y que, frente a él, sólo
sintiera lástima y asco. Un asco terrible que retorcía mi alma y la
encerraba muy lejos de los viejos sentimientos que una vez le ofrecí.
—Ya ha caído en su tiranía—susurré.
—Créeme que no... Por favor, amigo
mío—dijo con voz apagada. Parecía cansado, como si no hubiese
dormido en días.
—¿Sólo soy tu amigo?—pregunté
ligeramente molesto, aunque no todo lo molesto que debía haberlo
estado.
—Mi amigo, mi amante, mi compañero
en el campo de batalla y en la vida. Eres mi amante, mi sol, mi luna,
mis estrellas y la arena misma del desierto. Khayman, por favor—de
nuevo rogó. Un rey no ruega, un rey es un Dios e impone su ley. Él
ya no sabía imponerse, pues sólo sabía rogar.
Se levantó de su asiento,
arrodillándose frente a mí, mientras colaba sus manos entre mis
prendas subiendo estas por mis muslos. Quería que cayera en el pecado de sus dedos, con aquellas eróticas caricias tan acertadas. Mi miembro fue rodeado por sus manos, para luego sentir como levantaba por completo mi corta falda y comenzaba a lamer el inicio de mi sexo. Yo sólo apoyé mi mano en su cabeza afeitada. Pese al placer mi mente no se nublaba, ni permitía que los aciagos pensamientos se olvidaran.
—Te destruirá. Antes o después se
deshará de ti y tú caerás en el olvido. Nadie te recordará—dije
tomando su rostro entre mis manos, abarcándolo con cuidado aunque
deseaba golpearlo. Estaba ciego. No veía el problema real que caía
como guillotina sobre nosotros.
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