Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 11 de febrero de 2016

Big bad wolf...

El siguiente texto no es apto para menores, ni para personas sensibles, tampoco para beatos o personas creyentes. Yo simplemente digo que si siguen leyendo y se molestan es culpa suya. 





Había tomado aquel joven entre mis manos, acariciando su piel suave y lechosa, observando que su alma no poseía pátina alguna y que sus ojos todavía mostraban inocencia, rebeldía y felicidad. Me embargó un sentimiento de nostalgia, pero también un deseo cruel de destrozar cada feliz recuerdo, cada pequeño recoveco de esperanza, de su alma hasta convertirlo en una marioneta sin vida, absolutamente roto, esperando que la muerte lo arrastrara hasta un nuevo bucle de deseo, dolor, miedo, placer y necesidad. Mis labios se arquearon en una sonrisa macabra que provocó que el muchacho se asustara ligeramente, echando hacia atrás su apetecible cuerpo.

Aún no tenía sombra de barba. Posiblemente no llegaba a los diecisiete. No era la primera vez que observaba a un muchacho como él dispuesto a todo, intentando conquistar a un adulto a cambio de sus favores, sus secretos y experiencia. Una experiencia que en mí era amarga, añeja, peligrosa y terrible. Podía convertir su cuerpo en un vergel infernal lleno de rosas de sangre borboteando sobre su espalda, marcando su piel con horrendas secuelas de caricias crueles, de modo que su alma quedase tan quebrada como esclava.

Sus cabellos oscuros, ligeramente largos y sedosos, caían lacios sobre su frente y rozaba sus hombros. Unos hombros estrechos, como su cintura. Sus caderas se acentuaban porque era esbelto y sus muslos eran suaves, libres de vello como su cresta del pubis y su torso. Era un efebo dulce en apariencia, pero rezumaba aire salvaje.

La puerta de aquel bar, poco iluminado, había mostrado una imagen menos atractiva de sus ojos azules, su boca carnosa y la suave piel sin mácula que me ofrecía ahora, en la penumbra sutil de un motel barato. Había pagado lo suficiente para que no derrumbaran la puerta pese a los gritos que pudiesen escucharse. El dueño me conocía bien, sabía que pagaba en metálico y no daba demasiados problemas. Nunca me juzgó a viva voz, pero sus ojos mostraban rechazo y odio. No me importaba en absoluto despertar antipatías.

Nada más abrir la puerta de la habitación el olor a nicotina nos azotó a los dos, como una fuerte bofetada, y los muebles, escasos y viejos, no eran del agrado de aquel muchacho que se creía exclusivo. Pero como una puta bien adiestrada, deseoso de complacer todos mis deseos, se desnudó para mí sin pudor alguno. Su ropa aún estaba tirada por el suelo cuando lo atraje hasta a mí para observar con claridad cada uno de sus rasgos.

Aquel muchachito poseía un mentón fino, unos pómulos llenos y sonrosados, una nariz perfecta para el tamaño de su rostro y una boca apetecible. Solté a un lado mi abultada y pesada maleta de cuero, la cual ocultaba mi verdadera identidad y todo lo que yo era, para poder acariciar cada rasgo facial hasta su largo cuello donde apenas se apreciaba su nuez. Su torso, delgado y estrecho, mostraba unos pectorales nimios y unos pezones pequeños aunque de pezón grueso.

—¿Qué edad tienes?—pregunté.

—¿Acaso importa? Estoy aquí por mi propia voluntad—dijo mirándome a los ojos. Mi estatura era impresionante comparada con la suya. Yo rozo los dos metros, él a duras penas llegaba al metro setenta.

—Tu edad, muchacho—quería cerciorarme que no cometía delito alguno, aunque era imposible no cometerlo. Ante los ojos de Dios, mi Dios, él era pecado y lo que estaba a punto de suceder en aquella habitación sería digno de algunos pasajes de los Infiernos de Dante.

—La suficiente para saber fumar y beber, aunque no me dejen entrar a ciertos locales—contestó colocando una de sus delicadas manos en mi bragueta.

A su edad yo ya conocía lo que era trabajar duro para alimentar a mi familia. Mis dedos dolían por el frío al repartir periódicos por la mañana, por la tarde me dedicaba a ser jardinero de algunas viviendas destacadas de mi ciudad y por la noche estudiaba duro para no ser un cualquiera, un maldito Don Nadie, porque odiaba que otros se rieran de mí mientras podaba o me las arreglaba como podía. Mis manos eran ásperas y tenían cortes, las suyas eran finas y sensuales.

—Mi forma de amar no es dulce, y tampoco es amable. No vas a sentir placer si no sientes primero un dolor insoportable—atestistigüé.

Un brillo de curiosidad se formó en sus pupilas y sus dedos aprisionaron con deseo el cierre de mi bragueta. Aquello fue una declaración de principios, así que me vi obligado a iniciar el ritual. Aparté de un manotazo su mano y lo empujé contra la pared, dejándolo de espaldas a mí y con el torso pegado al papel pintado de color café.

—Las zorras no tocan si el amo no da su permiso, es una regla que vas a aprender—dije en un murmullo ronco.

Mi mano derecha se enterró entre sus cabellos, enredándose en cada mechón, para tirar de estos y arrodillarlo frente a mí cerca de mi maletín. Miré de forma fría sus ojos, los cuales empezaban a comprender lo peligroso que podía llegar a ser aquello, y al apartar la mano él suspiró creyendo que sólo fue una estúpida advertencia.

Abrí mi maletín y saqué cinta aislante, vendas y unas medias de mujer. Él miró con curiosidad el interior de mi equipaje, pero no logró a ver más que algunos bártulos cuya forma no le daría información alguna. De inmediato vendé sus ojos, antes que él pudiese confirmar sus sospechas, coloqué las medias en su cabeza y envolví con cinta su boca, la parte superior de su cabeza y su mentón. Sus manos se movían en mi contra, intentaban apartarme, pero un fuerte golpe lo paralizó de miedo.

—No te negaste, aceptaste—susurré.

Su sexo, completamente yermo, fue rodeado con sendos aros metálicos. Uno fueron entorno a sus escrotos y el otro, como no, rodeando la base de su miembro. Sus manos quedaron también atadas con la cinta, y lo hice dejándolas tras su espalda. Después, sin muchos preámbulos, lo subí al colchón y saqué una vara pequeña, aunque flexible y de bambú, que comenzó a dejar marcas en sus redondos y apetecibles glúteos.

Pude notar como se retorcía, como intentaba alejarse, pero logré retenerlo y ofrecerle el placer del dolor. Un dolor intenso que lo marcaba no sólo físicamente. Coloqué mi bota izquierda sobre su cabeza, pegando ésta al colchón, mientras mi mano derecha se colaba entre sus piernas y acariciaba su sexo. Rápidamente comenzó a reaccionar, como si supiera que era el momento del placer, el cual no duró demasiado.

De improvisto para él se sintió libre de mis manos, de la presión de la suela de mi bota, para sentir como el peso de su cuerpo caía por completo sobre aquellas sabanas, las cuales no parecían siquiera haberse cambiado en semanas. Sin embargo, el juego había empezado para ese pobre desgraciado, para mi juguete especial, porque el látigo cayó silbante sobre su espalda crujiendo una y otra vez, como si fuese un rayo marcando la noche con un relámpago terrible y un estruendo aún más portentoso.

Sus gritos ahogados eran cantos de sirena para mí. Su espalda perlada de sangre me atrajo demasiado como para no pasear mi lengua por los cortes, ofreciéndole unas eróticas caricias demasiado sensuales, y nuevamente él pareció comprender que debía aprovechar esos segundos. Unos segundos valiosos que acabaron evaporándose cuando saqué una vela, la encendí y empecé a dejar caer la cera sobre sus heridas.

Sus glúteos y su espalda quedaron destrozados, así como parte de sus antebrazos, mientras él posiblemente aún estaba sin romper del todo. Pero eso no me importaba, pues siempre llevaba conmigo equipaje suficiente. La tortura era una forma de arte que podía llevar al lívido a puntos extremos de placer, por eso la ejercía con paciencia y conocimiento.

Saqué de mi bolsa un minúsculo dilatador anal. Era un pequeño artefacto negro, con estrías y con punta de flecha redondeada. Tal y como salió de la bolsa se introdujo en su entrada. Tomé el mando entre mis dedos llevándolo a mis labios, besándolo con una sonrisa llena de lujuria, mientras acariciaba mi entrepierna sobre el pantalón. Empezaba a sentirme erecto ante el juego, pero aún el rey no iba a hacer caer al peón. Pulsé el nivel más alto y lo dejé arrojado sobre la cama.

En aquel colchón, con ese juguete emitiendo ese dulce murmullo, pude observar aquel estilizado cuerpo retorciéndose como si estuviese poseído. Se movía como si fuese la serpiente en el paraíso, trepando por el manzano, esperando que Dios la observara sin impedirle la maldad que ardía bajo su fría piel.

Tomé entre mis manos otro juguete, me senté en el borde de la cama y lo recosté de lado. Aquel rostro deformado por la media, la cinta adhesiva y la venda se mostró ante manchado de sudor y lágrimas. Su pequeña flecha apuntaba alto, pero su fuente estaba seca. Aquel pecaminoso elixir que era, y será por siempre, el semen no sería eyaculado por más orgasmos que sufriera. Acaricié suavemente su glande con el dedo índice y corazón de la diestra, mientras con la otra mano sostenía lo que era una vagina falsa introducida en un cilindro metálico.

—No sé si te merezcas saber qué es el placer—murmuré introduciendo su miembro dentro del juguete.

Recuerdo vivamente como me incliné sobre él y mordí sus pezones, lamí su torso y permití que temblequeara por la satisfacción de aquellos aparatos. Los mismos aparatos que aparté, para poder bajar mi bragueta y penetrarlo. Decidí hacerlo cuando noté que él ya estaba listo para sentirme, que era el momento idóneo. Arrojé su cuerpo al suelo sin remordimientos, lo coloqué contra la cama dejando el torso sobre el colchón y lo penetré fuertemente.

Reventé su entrada sin llegar a producir herida alguna, aunque mi ritmo era salvaje y profundo. El sonido de mis testículos me excitaba aún más, pero el silencio de su voz me torturaba. Por eso mismo paré para liberar su rostro ofrecerle la oportunidad de cantar para mí, igual que un eunuco, mientras le ofrecía el mejor recital de azotes, mordiscos y duras penetraciones.

—Dame más... más... quiero más...—recitaba como un salmo ante Dios mismo. Alzó su rostro con la vista perdida y giró su cara hacia el espejo de cuerpo entero, sucio y deslucido, que se hallaban en aquella habitación.

Su boca estaba enrojecida, al igual que sus mejillas, su rostro parecía congestionado y sus cabellos se pegaban a su frente completamente desordenados. Puse entonces mi mano derecha sobre su nuca, rodeé su cuello y lo empujé hacia el colchón. Él gritó. Girtó como una furcia que llegaba al final del camino, pues de hecho pude notar como todos su músculos se tensaban. Sin embargo, decidí salir de él y ofrecerle como recompensa un vibrador aún mayor que el anterior, del tamaño de mi miembro. Un hilo transparente manchó la comisura de sus labios y pude comprobar como sus caderas se movían cada vez más desesperadas.

Tiré de su pelo hacia atrás, levantándolo, para arrodillarlo frente a mí y ofrecerle mi alimento. Mi cálida simiente manchó sus labios y corrió libre por su boca, hasta su garganta y de esta a su estómago. Sus ojos se volvieron mostrándose en blanco, como si hubiese llegado al éxtasis de una devoción pagana. Entonces liberé su miembro de aquellos círculos metálicos y le dejé llegar al final del camino. De inmediato cayó a mis pies desplomado, marcado y satisfecho.

Hice la señal de la santa cruz, oré por mis pecados y los suyos, me santigüé y subí la cremallera de mi pantalón. Con cuidado limpié los utensilios en el lavabo y los acomodé en mi bolsa, del mismo modo que acomodé mi alzacuellos y lo abandoné en la habitación.

En el hall me esperaba el propietario, esperando que pagara un plus por haber hecho oídos sordos a lo ocurrido. Pagué unos cuantos billetes y sonreí amable, como si fuera un cordero de Dios.

—Que Dios esté contigo, padre—dijo con sarcasmo.


—Y su espíritu, hijo... y su espíritu.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt