El siguiente texto no es apto para menores, ni para personas sensibles, tampoco para beatos o personas creyentes. Yo simplemente digo que si siguen leyendo y se molestan es culpa suya.
Había tomado aquel joven entre mis
manos, acariciando su piel suave y lechosa, observando que su alma no
poseía pátina alguna y que sus ojos todavía mostraban inocencia,
rebeldía y felicidad. Me embargó un sentimiento de nostalgia, pero
también un deseo cruel de destrozar cada feliz recuerdo, cada
pequeño recoveco de esperanza, de su alma hasta convertirlo en una
marioneta sin vida, absolutamente roto, esperando que la muerte lo
arrastrara hasta un nuevo bucle de deseo, dolor, miedo, placer y
necesidad. Mis labios se arquearon en una sonrisa macabra que provocó
que el muchacho se asustara ligeramente, echando hacia atrás su
apetecible cuerpo.
Aún no tenía sombra de barba.
Posiblemente no llegaba a los diecisiete. No era la primera vez que
observaba a un muchacho como él dispuesto a todo, intentando
conquistar a un adulto a cambio de sus favores, sus secretos y
experiencia. Una experiencia que en mí era amarga, añeja, peligrosa
y terrible. Podía convertir su cuerpo en un vergel infernal lleno de
rosas de sangre borboteando sobre su espalda, marcando su piel con
horrendas secuelas de caricias crueles, de modo que su alma quedase
tan quebrada como esclava.
Sus cabellos oscuros, ligeramente
largos y sedosos, caían lacios sobre su frente y rozaba sus hombros.
Unos hombros estrechos, como su cintura. Sus caderas se acentuaban
porque era esbelto y sus muslos eran suaves, libres de vello como su
cresta del pubis y su torso. Era un efebo dulce en apariencia, pero
rezumaba aire salvaje.
La puerta de aquel bar, poco iluminado,
había mostrado una imagen menos atractiva de sus ojos azules, su
boca carnosa y la suave piel sin mácula que me ofrecía ahora, en la
penumbra sutil de un motel barato. Había pagado lo suficiente para
que no derrumbaran la puerta pese a los gritos que pudiesen
escucharse. El dueño me conocía bien, sabía que pagaba en metálico
y no daba demasiados problemas. Nunca me juzgó a viva voz, pero sus
ojos mostraban rechazo y odio. No me importaba en absoluto despertar
antipatías.
Nada más abrir la puerta de la
habitación el olor a nicotina nos azotó a los dos, como una fuerte
bofetada, y los muebles, escasos y viejos, no eran del agrado de
aquel muchacho que se creía exclusivo. Pero como una puta bien
adiestrada, deseoso de complacer todos mis deseos, se desnudó para
mí sin pudor alguno. Su ropa aún estaba tirada por el suelo cuando
lo atraje hasta a mí para observar con claridad cada uno de sus
rasgos.
Aquel muchachito poseía un mentón
fino, unos pómulos llenos y sonrosados, una nariz perfecta para el
tamaño de su rostro y una boca apetecible. Solté a un lado mi
abultada y pesada maleta de cuero, la cual ocultaba mi verdadera
identidad y todo lo que yo era, para poder acariciar cada rasgo
facial hasta su largo cuello donde apenas se apreciaba su nuez. Su
torso, delgado y estrecho, mostraba unos pectorales nimios y unos
pezones pequeños aunque de pezón grueso.
—¿Qué edad tienes?—pregunté.
—¿Acaso importa? Estoy aquí por mi
propia voluntad—dijo mirándome a los ojos. Mi estatura era
impresionante comparada con la suya. Yo rozo los dos metros, él a
duras penas llegaba al metro setenta.
—Tu edad, muchacho—quería
cerciorarme que no cometía delito alguno, aunque era imposible no
cometerlo. Ante los ojos de Dios, mi Dios, él era pecado y lo que
estaba a punto de suceder en aquella habitación sería digno de
algunos pasajes de los Infiernos de Dante.
—La suficiente para saber fumar y
beber, aunque no me dejen entrar a ciertos locales—contestó
colocando una de sus delicadas manos en mi bragueta.
A su edad yo ya conocía lo que era
trabajar duro para alimentar a mi familia. Mis dedos dolían por el
frío al repartir periódicos por la mañana, por la tarde me
dedicaba a ser jardinero de algunas viviendas destacadas de mi ciudad
y por la noche estudiaba duro para no ser un cualquiera, un maldito
Don Nadie, porque odiaba que otros se rieran de mí mientras podaba o
me las arreglaba como podía. Mis manos eran ásperas y tenían
cortes, las suyas eran finas y sensuales.
—Mi forma de amar no es dulce, y
tampoco es amable. No vas a sentir placer si no sientes primero un
dolor insoportable—atestistigüé.
Un brillo de curiosidad se formó en
sus pupilas y sus dedos aprisionaron con deseo el cierre de mi
bragueta. Aquello fue una declaración de principios, así que me vi
obligado a iniciar el ritual. Aparté de un manotazo su mano y lo
empujé contra la pared, dejándolo de espaldas a mí y con el torso
pegado al papel pintado de color café.
—Las zorras no tocan si el amo no da
su permiso, es una regla que vas a aprender—dije en un murmullo
ronco.
Mi mano derecha se enterró entre sus
cabellos, enredándose en cada mechón, para tirar de estos y
arrodillarlo frente a mí cerca de mi maletín. Miré de forma fría
sus ojos, los cuales empezaban a comprender lo peligroso que podía
llegar a ser aquello, y al apartar la mano él suspiró creyendo que
sólo fue una estúpida advertencia.
Abrí mi maletín y saqué cinta
aislante, vendas y unas medias de mujer. Él miró con curiosidad el
interior de mi equipaje, pero no logró a ver más que algunos
bártulos cuya forma no le daría información alguna. De inmediato
vendé sus ojos, antes que él pudiese confirmar sus sospechas,
coloqué las medias en su cabeza y envolví con cinta su boca, la
parte superior de su cabeza y su mentón. Sus manos se movían en mi
contra, intentaban apartarme, pero un fuerte golpe lo paralizó de
miedo.
—No te negaste, aceptaste—susurré.
Su sexo, completamente yermo, fue
rodeado con sendos aros metálicos. Uno fueron entorno a sus escrotos
y el otro, como no, rodeando la base de su miembro. Sus manos
quedaron también atadas con la cinta, y lo hice dejándolas tras su
espalda. Después, sin muchos preámbulos, lo subí al colchón y
saqué una vara pequeña, aunque flexible y de bambú, que comenzó a
dejar marcas en sus redondos y apetecibles glúteos.
Pude notar como se retorcía, como
intentaba alejarse, pero logré retenerlo y ofrecerle el placer del
dolor. Un dolor intenso que lo marcaba no sólo físicamente. Coloqué
mi bota izquierda sobre su cabeza, pegando ésta al colchón,
mientras mi mano derecha se colaba entre sus piernas y acariciaba su
sexo. Rápidamente comenzó a reaccionar, como si supiera que era el
momento del placer, el cual no duró demasiado.
De improvisto para él se sintió libre
de mis manos, de la presión de la suela de mi bota, para sentir como
el peso de su cuerpo caía por completo sobre aquellas sabanas, las
cuales no parecían siquiera haberse cambiado en semanas. Sin
embargo, el juego había empezado para ese pobre desgraciado, para mi
juguete especial, porque el látigo cayó silbante sobre su espalda
crujiendo una y otra vez, como si fuese un rayo marcando la noche con
un relámpago terrible y un estruendo aún más portentoso.
Sus gritos ahogados eran cantos de
sirena para mí. Su espalda perlada de sangre me atrajo demasiado
como para no pasear mi lengua por los cortes, ofreciéndole unas
eróticas caricias demasiado sensuales, y nuevamente él pareció
comprender que debía aprovechar esos segundos. Unos segundos
valiosos que acabaron evaporándose cuando saqué una vela, la
encendí y empecé a dejar caer la cera sobre sus heridas.
Sus glúteos y su espalda quedaron
destrozados, así como parte de sus antebrazos, mientras él
posiblemente aún estaba sin romper del todo. Pero eso no me
importaba, pues siempre llevaba conmigo equipaje suficiente. La
tortura era una forma de arte que podía llevar al lívido a puntos
extremos de placer, por eso la ejercía con paciencia y conocimiento.
Saqué de mi bolsa un minúsculo
dilatador anal. Era un pequeño artefacto negro, con estrías y con
punta de flecha redondeada. Tal y como salió de la bolsa se
introdujo en su entrada. Tomé el mando entre mis dedos llevándolo a
mis labios, besándolo con una sonrisa llena de lujuria, mientras
acariciaba mi entrepierna sobre el pantalón. Empezaba a sentirme
erecto ante el juego, pero aún el rey no iba a hacer caer al peón.
Pulsé el nivel más alto y lo dejé arrojado sobre la cama.
En aquel colchón, con ese juguete
emitiendo ese dulce murmullo, pude observar aquel estilizado cuerpo
retorciéndose como si estuviese poseído. Se movía como si fuese la
serpiente en el paraíso, trepando por el manzano, esperando que Dios
la observara sin impedirle la maldad que ardía bajo su fría piel.
Tomé entre mis manos otro juguete, me
senté en el borde de la cama y lo recosté de lado. Aquel rostro
deformado por la media, la cinta adhesiva y la venda se mostró ante
manchado de sudor y lágrimas. Su pequeña flecha apuntaba alto, pero
su fuente estaba seca. Aquel pecaminoso elixir que era, y será por
siempre, el semen no sería eyaculado por más orgasmos que sufriera.
Acaricié suavemente su glande con el dedo índice y corazón de la
diestra, mientras con la otra mano sostenía lo que era una vagina
falsa introducida en un cilindro metálico.
—No sé si te merezcas saber qué es
el placer—murmuré introduciendo su miembro dentro del juguete.
Recuerdo vivamente como me incliné
sobre él y mordí sus pezones, lamí su torso y permití que
temblequeara por la satisfacción de aquellos aparatos. Los mismos
aparatos que aparté, para poder bajar mi bragueta y penetrarlo.
Decidí hacerlo cuando noté que él ya estaba listo para sentirme,
que era el momento idóneo. Arrojé su cuerpo al suelo sin
remordimientos, lo coloqué contra la cama dejando el torso sobre el
colchón y lo penetré fuertemente.
Reventé su entrada sin llegar a
producir herida alguna, aunque mi ritmo era salvaje y profundo. El
sonido de mis testículos me excitaba aún más, pero el silencio de
su voz me torturaba. Por eso mismo paré para liberar su rostro
ofrecerle la oportunidad de cantar para mí, igual que un eunuco,
mientras le ofrecía el mejor recital de azotes, mordiscos y duras
penetraciones.
—Dame más... más... quiero
más...—recitaba como un salmo ante Dios mismo. Alzó su rostro con
la vista perdida y giró su cara hacia el espejo de cuerpo entero,
sucio y deslucido, que se hallaban en aquella habitación.
Su boca estaba enrojecida, al igual que
sus mejillas, su rostro parecía congestionado y sus cabellos se
pegaban a su frente completamente desordenados. Puse entonces mi mano
derecha sobre su nuca, rodeé su cuello y lo empujé hacia el
colchón. Él gritó. Girtó como una furcia que llegaba al final del
camino, pues de hecho pude notar como todos su músculos se tensaban.
Sin embargo, decidí salir de él y ofrecerle como recompensa un
vibrador aún mayor que el anterior, del tamaño de mi miembro. Un
hilo transparente manchó la comisura de sus labios y pude comprobar
como sus caderas se movían cada vez más desesperadas.
Tiré de su pelo hacia atrás,
levantándolo, para arrodillarlo frente a mí y ofrecerle mi
alimento. Mi cálida simiente manchó sus labios y corrió libre por
su boca, hasta su garganta y de esta a su estómago. Sus ojos se
volvieron mostrándose en blanco, como si hubiese llegado al éxtasis
de una devoción pagana. Entonces liberé su miembro de aquellos
círculos metálicos y le dejé llegar al final del camino. De
inmediato cayó a mis pies desplomado, marcado y satisfecho.
Hice la señal de la santa cruz, oré
por mis pecados y los suyos, me santigüé y subí la cremallera de
mi pantalón. Con cuidado limpié los utensilios en el lavabo y los
acomodé en mi bolsa, del mismo modo que acomodé mi alzacuellos y lo
abandoné en la habitación.
En el hall me esperaba el propietario,
esperando que pagara un plus por haber hecho oídos sordos a lo
ocurrido. Pagué unos cuantos billetes y sonreí amable, como si
fuera un cordero de Dios.
—Que Dios esté contigo, padre—dijo
con sarcasmo.
—Y su espíritu, hijo... y su
espíritu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario