Gregory se convirtió en su amante, aunque tenía otro nombre digno de su pasado y su poder. Akasha se entregó a él convencida que él sería leal y le arrancaría parte de la soledad en la cual reinaba.
Lestat de Lioncourt
Los tiempos no eran los que ahora
corren. El mundo se paralizó en una larga y fértil etapa en la cual
el territorio no había sido explorado, el mundo aún permanecía
salvaje y las fronteras eran meras leyendas. Los grandes
conquistadores avanzaban buscando privilegios y honores, los reyes
estaban sedientos de poder y el pueblo ovacionaba a sus guerreros
como horas orgullosas de sus logros. Era el inicio de los grandes
imperios, el temor de los dioses aún aguijoneaba el corazón de
cientos de culturas y la guerra era algo más que un negocio fértil.
En las oscuras tierras cercanas al
Nilo, en el norte del continente africano, se hallaba el inicio de
Kemet, del imperio del Antiguo Egipto, en sus primeros comienzos
cuando el sol calentaba y no quemaba, cuando las inundaciones no se
controlaban y se tragaban miles de vidas mientras llenaban los sacos
de los graneros meses más tarde. El Nilo, profundo y salvaje, bañaba
las orillas de un floreciente reino que empezaba a consolidarse.
Los primeros reyes de Egipto no fueron
ellos, pero sí consolidaron ciertas leyendas. Si bien, eso ocurriría
años más tarde. En aquellos días tan sólo eran mortales con un
despliegue de sirvientes sin precedentes, cambiando las costumbres
más arraigadas por otras que pasarían a ser parte de la eternidad y
se incorporaría a las leyendas de sus grandes construcciones.
En esos tiempos yo era un hombre joven,
aunque no demasiado. Hacía tiempo que no era considerado un niño.
Llevaba algo más de dos años en la guardia real. Era leal a mis
reyes, había luchado en algunas batallas y, pese a mi juventud,
lograba deshacerme de mi torpeza. Pronto comencé a escalar
posiciones, logrando ser conocido por mi fiereza y buen hacer. Si
bien, el más temible de todos era Khayman, el noble y leal mayordomo
del rey. Era su mano derecha, aunque más bien era su brazo derecho y
su propia arma. Jamás vi a un ser más valeroso y temible. Si bien,
mi gran pasión era la reina.
Había logrado ver a Akasha en alguna
que otra ocasión. Ella había pasado junto a mí, sin siquiera
demostrar interés en mi presencia. Era hermosa. Su cabello era negro
y caía como seda sobre sus hombros ligeramente desnudos. El lino se
pegaba a su piel como si fuese un pliegue más, adaptándose a sus
curvas y turgentes pechos. Conocía ciertos secretos de palacio, los
cuales me fueron desvelados en las largas noches de guardia, que no
creía veraces.
Ella, nuestra reina, era profundamente
desdichada en su matrimonio. Enkil ni siquiera compartía habitación
con su mujer, la cual había venido de lejanas tierras para unirse a
él y convertirse en reina de Kemet. Por lo tanto, ni siquiera era
capaz de yacer con ella entre las sábanas de seda, bordados de oro y
lino. Por ello, por su desesperado deseo de encontrar satisfacer sus
caprichos más íntimos, decidía entregarse a cualquier hombre
atlético, joven, leal y poderoso en la batalla. No los elegía al
azar, aunque había numerosos candidatos que entraban en su
habitación bebiendo del manjar que únicamente debía probar el rey.
Enkil estaba enterado de todo. Sabía
bien quienes de sus hombres habían entrado en la cama de su esposa.
Nunca decía nada. No lo impedía. Él parecía no estar interesado
en disputas con los hombres que se involucraban con su mujer, pero sí
vigilaba a los favoritos y más aclamados por los gemidos de su
reina. Cuando alguno destacaba por encima del resto, convirtiéndose
en algo más que un amante pasajero, acababa muerto. Por supuesto él
no se ensuciaba las manos. Era el amante del rey, su mayordomo, quien
degollaba al pobre infeliz que acababa cabeza abajo flotando en el
río.
No había cumplido los diecisiete años
cuando fui llamado por ella. El corazón bombeaba con fuerza y sentí
que era el momento idóneo para huir, pero deseaba contemplarla sin
el revuelo de aquellas mujeres. Quería saber qué tenía que
decirme. La fama la precedía, pero su belleza deslumbraba aún más.
No importaba lo que pudiesen opinar los más ancianos sobre el cambio
de costumbres, pues yo admiraba su tenacidad y sus ambiciosos planes.
En ella vi a una mujer fuerte, algo no muy común en nuestra
sociedad. Las mujeres eran habitualmente meros objetos de los líderes
más fuertes, pero ella no actuaba como una consorte. Ella era quien
realmente gobernaba sobre el valle del Nilo.
Al entrar en su recámara hallé a una
mujer rodeada de hombres que la agasajaban con ramos de uva negra,
dátiles y algunos dulces pequeños que se ofrecían en bandejas de
plata. No estaba en su cama, sino recostada sobre algunas pieles de
animales que habían cazado sus amantes. La carne de esos pobres
infelices, los animales que ahora no eran más que decoración, se
había servido en distintos banquetes para conmemorar el triunfo del
ejército sobre los pueblos cercanos. Conocía la historia de cada
una de las pieles, sobre todo la de aquel enorme león cuya cabeza
usaba como improvisado almohadón.
Los hombres que la rodeaban eran
hermosos, de ojos profundos y piel tostada. Había alguno de piel
negra, los cuales parecían estar bruñidos y ser hermosas estatuas
de alabastro negro, pero eran los menos. Allí predominaban los
rasgos más exquisitos. Incluso había algún esclavo cuyos rasgos
eran muy extraños, y casi extraordinarios, entre los nuestros. Ella
disfrutaba de los agasajos de aquellos hombres, pero también de sus
miradas codiciando su curvilínea figura.
Ella llevaba un vestido ceñido de
lino, ligeramente plegado, así como unas joyas de oro puro como
brazaletes, collar en forma de serpiente y una tobillera con pequeñas
piedras preciosas colgando de éste. Su cabello negro parecía aún
más hermoso bajo aquella tenue luz, pues las cortinas estaban
ligeramente echadas.
No me fijé en nada más. Los demás
detalles de la sala eran poco importantes en ese momento. Sobre todo
cuando noté que los hombres se marchaban y nos dejaban a solas. Lo
hicieron porque ella lo pidió. Se marcharon los hombres que
abanicaban su cuerpo, así como los que servían frutas y dulces. Nos
quedamos a solas, sobre todo cuando las dos enormes hojas de la
puerta se cerraron y el silencio nos envolvió.
—Has captado mi atención,
Nebamun—dijo con una voz suave, pero firme.
Fue la primera vez que escuché su voz.
Mi corazón se agitó aún más. Sentí que debía huir, pero no de
ella. Quería correr a sus brazos y besar sus senos, los cuales
parecían escaparse de aquella sutil tela.
—¿En qué sentido?—pregunté
intentando no parecer impertinente—. Es un honor, pero desearía
saber los motivos.
Ella se incorporó mientras se reía.
Parecía una niña jugando con mis nervios. Sin embargo, no permitía
que notara que por un momento me sentí intimidado. El movimiento de
sus caderas era hipnótico, pero aún más la profundidad de aquellas
gemas oscuras que tenía por ojos. Sus pasos, cortos y femeninos, la
llevaron hasta donde me hallaba. Sus manos se colocaron en mi torso
desnudo y se deslizaron por mi vientre marcado.
—Como hombre leal al reino, ¿harías
cualquier forma por complacerme?—preguntó con sus labios cerca de
mi boca.
Estaba de puntillas y sus pechos
rozaban la parte baja de mi torso. Intentaba ponerse a mi
considerable altura, pero era imposible. Ella era de una estatura más
baja, así como de una constitución menuda. Podía cubrirla con mi
cuerpo con una facilidad terrible. Me imaginé mis manos agarrándola
y sentí que se quebraría como una rama seca.
—¿Desea que la acompañe o tiene
determinada alguna misión para mí?
Mis palabras sólo provocaron en ella
una ligera risotada, después contemplé como se retiraba en
silencio. Sólo dio dos pasos hacia atrás, colocó sus manos sobre
el pequeño broche de esmeralda en forma de escarabajo, lo abrió y
dejó caer sus prendas. Bajo estas había una mujer exuberante. Ella
ya había dado a luz ya a dos hembras, las cuales no se hallaban muy
lejos acompañadas de sus cuidadoras, aunque eso no era impedimento
para tener un cuerpo delicioso. Me sentí tentado y actué sin
pensar.
Me lancé a sus senos lamí sus
pezones. Pude oler su perfume, el cual se elaboraba a base de lirios,
que me cautivó y aún tengo presente. Acabé por succionar su pezón
derecho y noté que salía leche de éste, ofreciéndome un caliente
chorro, provocando que perdiera el control. Mis manos acariciaban sus
caderas, viajando hasta su espalda y deslizándose hasta sus nalgas
que apreté con violencia.
—Domíname—dijo—. Hazme
tuya—indicó colocando sus manos sobre mis hombros—. Quiero
sentir tus fuertes brazos rodeándome.
La acaparé contra mi cuerpo y la
recosté nuevamente sobre las pieles. Mi figura era intimidante, pero
ella parecía disfrutar de mis mordidas, besos lascivos y caricias
toscas. La codiciaba. Olvidé por completo que ella era mi reina, que
podía pedir que me decapitaran en cualquier momento, y me hundí en
los placeres de mis más oscuras fantasías. Mi miembro cobró forma
bajo mi falda de lino y mis escasas prendas que usaba como ropa
interior.
Ella gemía abriendo sus piernas,
pidiendo que llenara el hueco que su esposo no era capaz,
convirtiéndola en un objeto de placer. Pero no era sólo un objeto.
Para mí ella era un sueño que lograba acariciar. Alguna noche pensé
en ella, en su cuerpo bajo el mío y en esos gemidos que ahora
llevaban mi nombre. Por unos segundos me planteé que sólo deliraba
en mi tienda, pero no era así. Ella era real y yo también.
Besé su rostro, el cual empezaba a
perlarse por el calor que su cuerpo empezaba a tomar, para luego
devorar sus labios. Sabía a dátiles. Unos dátiles deliciosos que
habían alimentado su menuda figura. Mis manos, ásperas y grandes,
apretaban con fuerza sus senos. Podía sentir la leche manchando mis
manos, dejando que algunos hilos de leche salpicaran las pieles y
corrieran por su vientre hasta su ombligo, así como hasta sus
costados y canal entre sus pechos. Mi lengua rápidamente se apuró a
lamer esa leche, tan cálida como espesa, mientras bajaba hasta sus
piernas.
Abrí sus muslos, notando que sus
piernas temblaban y, con desesperación pero sin nerviosismo, abrí
los labios de su sexo y comencé a lamerlo. Primero lentamente,
acariciando su clítoris con la punta de mi lengua, para luego
hundirla saboreando este. No tardé demasiado en hundir dos de mis
dedos con las yemas hacia arriba. Los movimientos eran rápidos,
golpeando la zona exacta de su punto de placer, provocando que
gimiera aún más, se retorciera y jalara de mis largos cabellos. Mis
ojos se clavaron en sus labios carnosos y sentí que debía callarla,
pero en ese momento llegó a su primer orgasmo humedeciendo las
pieles de aquellos fieros animales.
Me aparté mirándola completamente
sofocada. Lo hice deshaciéndome de mi ropa y ofreciéndole mi sexo.
Ella, con ciertas dificultades, se incorporó y se lanzó a mis
caderas. Colocó sus manos sobre éstas y yo coloqué las mías sobre
su cabeza. Su lengua humedecía cada pedazo de mi sexo, apretando
éste con sus carnosos labios y dejando que invadiera toda su boca.
Sin cuidado la aparté, justo cuando creí que era suficiente. Hice
que cayera sobre las pieles.
Ella me miró deseosa de seguir aquel
juego, pero yo disfrutaba contemplándola tan sumisa. Me incliné
besando su boca, mordiendo sus labios y tirando de éstos. Lo hacía
con el miembro rodeado por mi mano derecha, jalándolo suavemente. Me
masturbaba para ella, demostrándole cuan duro y grande podía ser.
Después de besarla, sin mucho cuidado,
la empujé recostándola de espaldas, levantando sus caderas y
penetrándola con fuerza. Ella gemía como las mujeres de las calles.
Sus senos rozaban las pieles y sus caderas se movían con destreza.
Jamás había estado con una mujer con tanta experiencia, pero ella
parecía no haber gozado de ese modo con otro hombre. Tras varios
minutos llegué al cielo. Pude sentir como llenaba su vagina con mi
esperma y provocaba que ella cayera agotada sobre el enorme león.
—Te espero mañana, por la noche. Mi
cuerpo te esperará impaciente—dijo mientras me apartaba de ella.
A penas era capaz de hilar algunas
palabras, pero ella ya empezaba a exigir un nuevo encuentro. Aquello
me preocupó, aunque recordé que al rey no le importaba la visita de
otros hombres. Y, por supuesto, fui. No fue nuestro último
encuentro. Estos se sucedían uno tras otro. Sólo cesaron cuando
ella quedó gestando al primer y único primogénito varón, el cual
no era más que un niño de escasos meses cuando aquel demonio atacó.
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