Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 5 de septiembre de 2015

La reina

Gregory se convirtió en su amante, aunque tenía otro nombre digno de su pasado y su poder. Akasha se entregó a él convencida que él sería leal y le arrancaría parte de la soledad en la cual reinaba. 

Lestat de Lioncourt


Los tiempos no eran los que ahora corren. El mundo se paralizó en una larga y fértil etapa en la cual el territorio no había sido explorado, el mundo aún permanecía salvaje y las fronteras eran meras leyendas. Los grandes conquistadores avanzaban buscando privilegios y honores, los reyes estaban sedientos de poder y el pueblo ovacionaba a sus guerreros como horas orgullosas de sus logros. Era el inicio de los grandes imperios, el temor de los dioses aún aguijoneaba el corazón de cientos de culturas y la guerra era algo más que un negocio fértil.

En las oscuras tierras cercanas al Nilo, en el norte del continente africano, se hallaba el inicio de Kemet, del imperio del Antiguo Egipto, en sus primeros comienzos cuando el sol calentaba y no quemaba, cuando las inundaciones no se controlaban y se tragaban miles de vidas mientras llenaban los sacos de los graneros meses más tarde. El Nilo, profundo y salvaje, bañaba las orillas de un floreciente reino que empezaba a consolidarse.

Los primeros reyes de Egipto no fueron ellos, pero sí consolidaron ciertas leyendas. Si bien, eso ocurriría años más tarde. En aquellos días tan sólo eran mortales con un despliegue de sirvientes sin precedentes, cambiando las costumbres más arraigadas por otras que pasarían a ser parte de la eternidad y se incorporaría a las leyendas de sus grandes construcciones.

En esos tiempos yo era un hombre joven, aunque no demasiado. Hacía tiempo que no era considerado un niño. Llevaba algo más de dos años en la guardia real. Era leal a mis reyes, había luchado en algunas batallas y, pese a mi juventud, lograba deshacerme de mi torpeza. Pronto comencé a escalar posiciones, logrando ser conocido por mi fiereza y buen hacer. Si bien, el más temible de todos era Khayman, el noble y leal mayordomo del rey. Era su mano derecha, aunque más bien era su brazo derecho y su propia arma. Jamás vi a un ser más valeroso y temible. Si bien, mi gran pasión era la reina.

Había logrado ver a Akasha en alguna que otra ocasión. Ella había pasado junto a mí, sin siquiera demostrar interés en mi presencia. Era hermosa. Su cabello era negro y caía como seda sobre sus hombros ligeramente desnudos. El lino se pegaba a su piel como si fuese un pliegue más, adaptándose a sus curvas y turgentes pechos. Conocía ciertos secretos de palacio, los cuales me fueron desvelados en las largas noches de guardia, que no creía veraces.

Ella, nuestra reina, era profundamente desdichada en su matrimonio. Enkil ni siquiera compartía habitación con su mujer, la cual había venido de lejanas tierras para unirse a él y convertirse en reina de Kemet. Por lo tanto, ni siquiera era capaz de yacer con ella entre las sábanas de seda, bordados de oro y lino. Por ello, por su desesperado deseo de encontrar satisfacer sus caprichos más íntimos, decidía entregarse a cualquier hombre atlético, joven, leal y poderoso en la batalla. No los elegía al azar, aunque había numerosos candidatos que entraban en su habitación bebiendo del manjar que únicamente debía probar el rey.

Enkil estaba enterado de todo. Sabía bien quienes de sus hombres habían entrado en la cama de su esposa. Nunca decía nada. No lo impedía. Él parecía no estar interesado en disputas con los hombres que se involucraban con su mujer, pero sí vigilaba a los favoritos y más aclamados por los gemidos de su reina. Cuando alguno destacaba por encima del resto, convirtiéndose en algo más que un amante pasajero, acababa muerto. Por supuesto él no se ensuciaba las manos. Era el amante del rey, su mayordomo, quien degollaba al pobre infeliz que acababa cabeza abajo flotando en el río.

No había cumplido los diecisiete años cuando fui llamado por ella. El corazón bombeaba con fuerza y sentí que era el momento idóneo para huir, pero deseaba contemplarla sin el revuelo de aquellas mujeres. Quería saber qué tenía que decirme. La fama la precedía, pero su belleza deslumbraba aún más. No importaba lo que pudiesen opinar los más ancianos sobre el cambio de costumbres, pues yo admiraba su tenacidad y sus ambiciosos planes. En ella vi a una mujer fuerte, algo no muy común en nuestra sociedad. Las mujeres eran habitualmente meros objetos de los líderes más fuertes, pero ella no actuaba como una consorte. Ella era quien realmente gobernaba sobre el valle del Nilo.

Al entrar en su recámara hallé a una mujer rodeada de hombres que la agasajaban con ramos de uva negra, dátiles y algunos dulces pequeños que se ofrecían en bandejas de plata. No estaba en su cama, sino recostada sobre algunas pieles de animales que habían cazado sus amantes. La carne de esos pobres infelices, los animales que ahora no eran más que decoración, se había servido en distintos banquetes para conmemorar el triunfo del ejército sobre los pueblos cercanos. Conocía la historia de cada una de las pieles, sobre todo la de aquel enorme león cuya cabeza usaba como improvisado almohadón.

Los hombres que la rodeaban eran hermosos, de ojos profundos y piel tostada. Había alguno de piel negra, los cuales parecían estar bruñidos y ser hermosas estatuas de alabastro negro, pero eran los menos. Allí predominaban los rasgos más exquisitos. Incluso había algún esclavo cuyos rasgos eran muy extraños, y casi extraordinarios, entre los nuestros. Ella disfrutaba de los agasajos de aquellos hombres, pero también de sus miradas codiciando su curvilínea figura.

Ella llevaba un vestido ceñido de lino, ligeramente plegado, así como unas joyas de oro puro como brazaletes, collar en forma de serpiente y una tobillera con pequeñas piedras preciosas colgando de éste. Su cabello negro parecía aún más hermoso bajo aquella tenue luz, pues las cortinas estaban ligeramente echadas.

No me fijé en nada más. Los demás detalles de la sala eran poco importantes en ese momento. Sobre todo cuando noté que los hombres se marchaban y nos dejaban a solas. Lo hicieron porque ella lo pidió. Se marcharon los hombres que abanicaban su cuerpo, así como los que servían frutas y dulces. Nos quedamos a solas, sobre todo cuando las dos enormes hojas de la puerta se cerraron y el silencio nos envolvió.

—Has captado mi atención, Nebamun—dijo con una voz suave, pero firme.

Fue la primera vez que escuché su voz. Mi corazón se agitó aún más. Sentí que debía huir, pero no de ella. Quería correr a sus brazos y besar sus senos, los cuales parecían escaparse de aquella sutil tela.

—¿En qué sentido?—pregunté intentando no parecer impertinente—. Es un honor, pero desearía saber los motivos.

Ella se incorporó mientras se reía. Parecía una niña jugando con mis nervios. Sin embargo, no permitía que notara que por un momento me sentí intimidado. El movimiento de sus caderas era hipnótico, pero aún más la profundidad de aquellas gemas oscuras que tenía por ojos. Sus pasos, cortos y femeninos, la llevaron hasta donde me hallaba. Sus manos se colocaron en mi torso desnudo y se deslizaron por mi vientre marcado.

—Como hombre leal al reino, ¿harías cualquier forma por complacerme?—preguntó con sus labios cerca de mi boca.

Estaba de puntillas y sus pechos rozaban la parte baja de mi torso. Intentaba ponerse a mi considerable altura, pero era imposible. Ella era de una estatura más baja, así como de una constitución menuda. Podía cubrirla con mi cuerpo con una facilidad terrible. Me imaginé mis manos agarrándola y sentí que se quebraría como una rama seca.

—¿Desea que la acompañe o tiene determinada alguna misión para mí?

Mis palabras sólo provocaron en ella una ligera risotada, después contemplé como se retiraba en silencio. Sólo dio dos pasos hacia atrás, colocó sus manos sobre el pequeño broche de esmeralda en forma de escarabajo, lo abrió y dejó caer sus prendas. Bajo estas había una mujer exuberante. Ella ya había dado a luz ya a dos hembras, las cuales no se hallaban muy lejos acompañadas de sus cuidadoras, aunque eso no era impedimento para tener un cuerpo delicioso. Me sentí tentado y actué sin pensar.

Me lancé a sus senos lamí sus pezones. Pude oler su perfume, el cual se elaboraba a base de lirios, que me cautivó y aún tengo presente. Acabé por succionar su pezón derecho y noté que salía leche de éste, ofreciéndome un caliente chorro, provocando que perdiera el control. Mis manos acariciaban sus caderas, viajando hasta su espalda y deslizándose hasta sus nalgas que apreté con violencia.

—Domíname—dijo—. Hazme tuya—indicó colocando sus manos sobre mis hombros—. Quiero sentir tus fuertes brazos rodeándome.

La acaparé contra mi cuerpo y la recosté nuevamente sobre las pieles. Mi figura era intimidante, pero ella parecía disfrutar de mis mordidas, besos lascivos y caricias toscas. La codiciaba. Olvidé por completo que ella era mi reina, que podía pedir que me decapitaran en cualquier momento, y me hundí en los placeres de mis más oscuras fantasías. Mi miembro cobró forma bajo mi falda de lino y mis escasas prendas que usaba como ropa interior.

Ella gemía abriendo sus piernas, pidiendo que llenara el hueco que su esposo no era capaz, convirtiéndola en un objeto de placer. Pero no era sólo un objeto. Para mí ella era un sueño que lograba acariciar. Alguna noche pensé en ella, en su cuerpo bajo el mío y en esos gemidos que ahora llevaban mi nombre. Por unos segundos me planteé que sólo deliraba en mi tienda, pero no era así. Ella era real y yo también.

Besé su rostro, el cual empezaba a perlarse por el calor que su cuerpo empezaba a tomar, para luego devorar sus labios. Sabía a dátiles. Unos dátiles deliciosos que habían alimentado su menuda figura. Mis manos, ásperas y grandes, apretaban con fuerza sus senos. Podía sentir la leche manchando mis manos, dejando que algunos hilos de leche salpicaran las pieles y corrieran por su vientre hasta su ombligo, así como hasta sus costados y canal entre sus pechos. Mi lengua rápidamente se apuró a lamer esa leche, tan cálida como espesa, mientras bajaba hasta sus piernas.

Abrí sus muslos, notando que sus piernas temblaban y, con desesperación pero sin nerviosismo, abrí los labios de su sexo y comencé a lamerlo. Primero lentamente, acariciando su clítoris con la punta de mi lengua, para luego hundirla saboreando este. No tardé demasiado en hundir dos de mis dedos con las yemas hacia arriba. Los movimientos eran rápidos, golpeando la zona exacta de su punto de placer, provocando que gimiera aún más, se retorciera y jalara de mis largos cabellos. Mis ojos se clavaron en sus labios carnosos y sentí que debía callarla, pero en ese momento llegó a su primer orgasmo humedeciendo las pieles de aquellos fieros animales.

Me aparté mirándola completamente sofocada. Lo hice deshaciéndome de mi ropa y ofreciéndole mi sexo. Ella, con ciertas dificultades, se incorporó y se lanzó a mis caderas. Colocó sus manos sobre éstas y yo coloqué las mías sobre su cabeza. Su lengua humedecía cada pedazo de mi sexo, apretando éste con sus carnosos labios y dejando que invadiera toda su boca. Sin cuidado la aparté, justo cuando creí que era suficiente. Hice que cayera sobre las pieles.

Ella me miró deseosa de seguir aquel juego, pero yo disfrutaba contemplándola tan sumisa. Me incliné besando su boca, mordiendo sus labios y tirando de éstos. Lo hacía con el miembro rodeado por mi mano derecha, jalándolo suavemente. Me masturbaba para ella, demostrándole cuan duro y grande podía ser.

Después de besarla, sin mucho cuidado, la empujé recostándola de espaldas, levantando sus caderas y penetrándola con fuerza. Ella gemía como las mujeres de las calles. Sus senos rozaban las pieles y sus caderas se movían con destreza. Jamás había estado con una mujer con tanta experiencia, pero ella parecía no haber gozado de ese modo con otro hombre. Tras varios minutos llegué al cielo. Pude sentir como llenaba su vagina con mi esperma y provocaba que ella cayera agotada sobre el enorme león.

—Te espero mañana, por la noche. Mi cuerpo te esperará impaciente—dijo mientras me apartaba de ella.

A penas era capaz de hilar algunas palabras, pero ella ya empezaba a exigir un nuevo encuentro. Aquello me preocupó, aunque recordé que al rey no le importaba la visita de otros hombres. Y, por supuesto, fui. No fue nuestro último encuentro. Estos se sucedían uno tras otro. Sólo cesaron cuando ella quedó gestando al primer y único primogénito varón, el cual no era más que un niño de escasos meses cuando aquel demonio atacó.



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Lestat de Lioncourt