David y Aaron eran grandes amigos. Reconozco que conocí a Aaron más por lo que David me contó, que por las escasas ocasiones en las cuales coincidimos.
Lestat de Lioncourt
—Así que has perdido tu cuerpo—dijo
desde el otro lado del teléfono.
Había decidido recurrir a mi más
íntimo amigo. Lestat había logrado que perdiera mi valioso cuerpo,
el cual era una llave segura para la inmortalidad de ese bastardo.
Asumí la responsabilidad de ayudar al vampiro más rebelde,
imprudente y testarudo de todos los tiempos. Era mi amigo. Si bien,
hizo que perdiera lo más preciado. Sin mi cuerpo no podía volver a
Talamasca. Sabía que me creerían los demás, que me ayudarían en
todo, pero me sentía distinto y no podía soportar la idea de verme
a mí mismo, sin ser un reflejo en el espejo, convertido en un ser
sobrenatural gracias a un engaño. ¡Jamás!
—Sí. Raglan tiene el mío—comenté
apretando el auricular del teléfono—. Ahora poseo otro bastante
distinto.
Miré de reojo mi reflejo en el cristal
de la cabina, algo sucio por el polvo del camino, y sentí un
escalofrío. Ojos color miel, casi dorados, piel ligeramente tostada,
cabello lacio con algunas ondulas y una juventud que podría fechar
entorno a los treinta o treinta y cinco años. Mi complexión era
distinta, mi aspecto era distinto, mi voz era distinta, pero no mis
modales ni mis recuerdos.
—¿Y dónde dices que estás?—preguntó
en tono amable.
—He quedado contigo en este pequeño
hotel, a las afueras de Londres, porque creí que era necesario. No
quiero que nadie sepa lo ocurrido. Al menos, no quiero que corra el
pánico, igual que la pólvora, entre los nuestros.
Hice que llegara una postal a su
despacho. Usé palabras claves para que ningún otro miembro pudiese
descifrarlo. Además, era un salvoconducto. Él sabría que era yo
nada más leer nuestro viejo abecedario para momentos de emergencia.
—¿Dónde estás?—insistió.
—¿Estás en la habitación que te
dije?—respondí ligeramente nervioso.
—Sí—susurró.
—¿Puedes asomarte a la ventana? ¿Te
alcanza el cable del teléfono?—dije girándome hacia la habitación
número veinte. Había elegido esa porque el resto no estaba
disponible. Deseaba que tuviese ventana hacia el exterior, mirando
hacia la carretera mal asfaltada, porque coincidía con la pequeña
cabina roja y ajada que allí se encontraba.
—Sí—afirmó otra vez.
—Estoy en la cabina.
Dicho aquello me armé de valor. Tomé
aire y salí. Allí, bajo la luz tenue de un sol que ligeramente se
ocultaba entre las oscuras y profundas nubes, aparecí. Vestía un
traje barato, para nada habitual en mí, e intenté acomodarme
nerviosamente el flequillo. De inmediato él abrió la ventana, y se
inclinó con los ojos bien abiertos.
—¡Dios santo!—exclamó.
Aaron quedó impactado. Del mismo modo
que yo había quedado la primera vez que me vi al espejo. Aquel
grandullón de aspecto atlético y ligeros rasgos hindúes era yo.
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