Recuerdo aquella noche. Él yacía por
primera vez entre mis brazos. Por primera vez en años, en más de
los que podía siquiera contar debido a mi terrible soledad, podía
estar acompañado por otro cuerpo, mucho más cálido que el mío. El
aroma que rezumaba su piel era exquisito y su sangre, junto a muchos
de sus recuerdos, navegaban por mis venas consumiéndome en un
éxtasis divino. Mis manos, ligeramente frías, acariciaban sus
largos mechones ondulados de selva negra. Tenía un aspecto dócil,
aunque no era para nada dulce. No había dulzura en él, pero sí una
belleza simbólica e incluso erótica.
Había amado a ese imbécil desde la
primera noche que lo encontré deambulando por los tugurios próximos
al muelle. Acababa de descender del barco, mis bártulos aún estaban
en el navío, y podía escuchar como las aguas golpeaban la madera.
Los hombres se apuraban a bajar el ataúd de un supuesto tío mío,
el cual había deseado ser enterrado en las nuevas tierras de éste
continente. Desde ese día lo codicié. Era como una enfermedad que
me impedía pensar por mí mismo.
En esas horas, las que viví con él en
nuestra primera noche, me prometí cuidarlo como no había hecho con
Nicolas. Su torva mirada era idéntica, aunque en una tonalidad
distinta. Eran esmeraldas. Las esmeraldas que eran la esperanza de un
nuevo futuro, un manjar sin saborear aún, que me daría la
posibilidad de ser feliz. Pero esa felicidad se rompería en mil
pedazos, si bien aquella noche hice planes. Pensé en todo. Si bien,
él no pensó en nada. Él sólo cayó desplomado sobre mi pecho y yo
lo amé. Amé profundamente cada trozo de aquel cuerpo que moría, de
ese alma que se arrastraba por su propio infierno y que, por
supuesto, poseía una belleza imposible.
Ahora lo veo frente a mí. Parece
distinto, pero no deja de ser el mismo. Camina por la biblioteca
observando cada tomo. No sabe ya cuál leer. Juraría que ha leído
todo los libros existentes en éste mundo. Frunce el ceño, tuerce la
boca, muerde su labio inferior, se lleva las manos a los costados y
prosigue. Esa pose llena de sensualidad, carisma y filosofía barata,
aunque seductora, me enloquece. Ha vuelto a mí, como siempre, y yo
he abierto mis brazos deseando que no se vaya.
Él es mi condena. Louis es mi condena.
Lestat de Lioncourt
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