Enkil y Khayman tenían algo más que una fuerte amistad... eso ya se veía venir.
Lestat de Lioncourt
—¿Me has llamado?—su voz sonó
masculina y desafiante. Sin embargo, poseía el mismo tono amable y
servicial que solía ofrecerle. No obstante se encontraba
terriblemente molesto.
—Khayman...—Enkil se giró hacia su
mayordomo, y escolta personal, con la mirada apagada. Estaba sumido
en preocupaciones que le afectaban el sueño y el apetito.
Akasha era una mujer desafiante y
fuerte, digna del trono. Si bien, él quedaba opacado a un lado. Ella
podía elegir a otro consorte, asesinarlo y hacerse con el poder sin
levantar sospechas. Enkil sabía que no era amado ni respetado por su
mujer, pero él tampoco la amaba. Jamás amó a Akasha. Sólo amaba a
su pueblo, ambicionaba el poder tanto como ella y deseaba extender su
territorio con su ejército de hombres llenos de sueños y sed de
conquistas.
—Me has despreciado frente a todos,
¿cómo crees que debo tratarte? ¿Tan miserable te parece mi
compañía?—preguntó sin apartar sus ojos oscuros de la tez
bronceada de su amante, el rey Enkil, que parecía no querer
enfrentar su mirada desafiante. Se acobardaba ante el hombre que le
hacía suspirar bajo las sábanas de lino en mitad de la noche,
cuando su mujer se marchaba buscando quien dejara satisfecha sus
necesidades.
—No estoy de acuerdo con pasar por
alto ese lugar estratégico. Akasha ha cambiado las leyes para que
pudiésemos tener una excusa—se aproximó a él y lo tomó de los
brazos, acariciando suavemente con sus dedos cara músculo de éstos—.
Khayman, mi noble Khayman, ¿podrías seguirme hasta los confines del
mundo si te lo ruego como se debe?—esbozó una sonrisa seductora,
la cual rompió en mil pedazos la molestia de su leal sirviente, y
rozó sus labios la comisura derecha de su boca.
El mayordomo se deshizo de las escasas
prendas de su rey, para acabar palpando libremente su vientre formado
y sus tentadores muslos. Un ligero suspiro de su rey provocó que se
convirtiera en el apasionado amante que tanta satisfacción causaba
al monarca, el cual no se reveló sino que se dejó tocar y aplastar
contra la pared contigua. Khayman deslizaba su boca por su cuello,
sus mejillas, su torso y pezones cuando el sonido de unos pequeños
pasos rompieron el momento.
Seth entró precipitadamente en la
habitación. El pequeño príncipe buscaba a su padre. Tan sólo
tenía cuatro años. Era delgado, pero alto para su edad. El niño
quedó frente a ambos, sin sentirse intimidado o confuso con aquella
habitual escena, y esperó con paciencia que su padre se liberara de
los brazos de su amante, se colocara sus prendas y lo tomara en
brazos con el cariño que siempre le había demostrado. Khayman tan
sólo decidió salir de la habitación.
Fuera el sol calentaba las arenas, se
mostraba imparable como el imperio que estaba construyendo Enkil. Las
oscuras arenas de Kemet se extendían más allá del horizonte, mucho
más allá de lo que alcanzaba a ver. Se sintió sobrecogido. Irían
a las tierras de las hechiceras pelirrojas y provocarían a éstas
para arrebatarles todo. Se encontraba en una posición difícil, pero
amaba demasiado a Enkil para no apoyar sus planes. Aquel noble y leal
mayordomo sabía que haría lo que su desdichado rey le exigiera.
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