Lestat de Lioncourt
—Te juro que no quería hacerlo—decía
aferrado a mi cintura.
Recuerdo cuando él me abrazaba entre
sus brazos, sosteniéndome con una firmeza inusitada para mí. Me
defendió del dolor, la miseria, el horror y la tragedia que caía
sobre nosotros como una pesada lápida. Nos conocimos dentro del
odio, pero floreció entre nosotros la llama de la esperanza que fue
nuestra hija Miriam. Ella nos unió, así como también lo hizo La
Sangre y el deseo de justicia. No era venganza, sino justicia. Una
justicia que sumiera a nuestras almas en una paz innegable. Todavía
lo recuerdo. En aquellos momentos esa imagen permanecía firmemente
aferrada a mi memoria, igual que él a mis prendas. Sus toscos dedos
de guerrero, los cuales siempre fueron ásperos y grandes, se
aferraban con fuerza a las faldas de mi vestido. Me arrugaba la tela,
pero no me importaba. Podía notar su miedo, la vergüenza, el
desánimo, la tristeza y el dolor que yacía en su torturada mente.
Estaba volviéndose loco. Mi amable guerrero, mi guardián, era un
gigante terrible e imposible de frenar en su demencial recorrido por
el mundo.
—Te creo—susurraba acariciando sus
largos cabellos negros—. Khayman, deja de llorar. Si no lo haces yo
también lloraré—decía arrodillándome junto a él.
Tomaba su rostro entre mis manos,
abarcándolo a duras penas, mientras rozaba sus mejillas duras y sus
labios carnosos. Veía en sus profundos ojos negros un vacío inmenso
y una pena imposible de arrancar. Podía verlo con claridad gracias a
Fareed, pues él me hizo recobrar la vista aunque fue para ver como
mi mundo, el mundo que yo había ayudado a mantener a salvo, se
convertía en una bola de fuego y llanto.
—Te amo, te amo, te amo... —repetía
rodeándome.
Empapaba mi ropa con sus lágrimas de
sangre y provocaba que yo también llorara. Ambos abrazados, en
presencia de mi hermana perdida en su universo de caos y sueños, nos
consolábamos intentando hallar una solución al miedo y el odio, a
la muerte y el desastre.
—Khayman, mi Khayman. Mi adorado
guardián. Yo también te amo—susurraba cada noche, como si fuese
una oración que nos salvara del horror.
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