—Desprecias la vida humana—masculló.
La luz de las velas iluminaba
encantadoramente la escena. Sobre la mesa había un festín opulento.
Cualquiera de mis hambrientos hermanos se habrían dado un atracón
increíble. Los perros se habrían lanzado contra el pavo, mi viejo y
achacoso padre habría sorbido la sopa, mi madre, con sus
encantadores modales, habría preferido saborear las manzanas tan
apetecibles, las cuales parecían sacadas de un impresionante
bodegón, que destacaban en el frutero. Aquello era una vida que yo
no había conocido. Había vivido rodeado de miseria y hambre. El
calor de Louisiana era muy distinto al frío y la humedad de aquel
viejo castillo.
—¿Desprecio su vida?—pregunté
abriendo mis generosos labios, para luego sonreír de forma
socarrona. Me sentía tentado a proseguir la discusión. Amaba sus
rasgos masculinos, aunque suaves y dulces como los de una mujer, con
una expresión desamparo y dolor propia de un mártir. Realmente lo
amaba—. No, querido. Aprecio la mía—dije tomando uno de los
racimos de uva negra. Aquellas viñas habían venido de Europa. Era
impresionante como habían sobrevivido las cepas y se habían
adaptado a una tierra hostil. Las viñas de mi padre nunca volvieron
a dar frutos, pero aquí era distinto.
—¿Y qué aprecio es ese?—susurró
tomando uno de los candelabros. La vela iluminó ligeramente su
rostro, provocando que sus ojos verdes parecieran gemas—. Te
diviertes eligiendo tu víctima entre la multitud, como si fueses
superior a ellos, y haces que confíen en ti para arrebatarles lo más
preciado.
La inmortalidad tiene un precio muy
alto y es que te conviertes en un asesino. Pero yo no era cualquier
asesino. Yo seguía mis normas. Unas normas que no le había enseñado
a él por el mero hecho que si las contaba, tal y como me lo había
pedido Marius, me vería obligado a escupir todo lo que sabía. Me
negaba, obviamente. No quería romper mi pacto de caballeros. Por ese
entonces intentaba ser todo lo que mi buena madre, la cual me había
abandonado hacía no mucho, me había enseñado.
—Lo describes de una forma muy
poética, adelante—dije con un ademán de mi mano derecha,
pidiéndole que continuara—. Por favor, que no pare tu retórica.
—¡Te estoy abriendo mi corazón! ¡Me
repugnas!—exclamó—. Detesto saber que todo lo tengo que aprender
de ti.
Sus ojos estaban a punto de romper a
llorar. ¡Oh! ¡Qué maravilla! Podía ver sus sentimientos tan
claros, tan firmes, tan hirientes y tan hermosos. Aquello era un
espectáculo digno de una novela de Dickens.
—Adelante, aprende tú solo—susurré
tomando una de las uvas, para arrancarla del racimo. Miré la fruta,
acaricié su suave piel, y se la lancé a la cara propinándole un
suave golpe en la mejilla derecha—.Yo así lo hice.
—Mentiroso—reprochó en un
murmullo.
—¿Acaso no me crees?—pregunté
ligeramente ofendido, aunque me regodeaba. Me encantaba ver como se
molestaba conmigo. Aquello era muy divertido.
—¿Es que puedo creer algo de ti?
¿Puedo confiar en el ser que tú eres?—insinuaba que yo era lo
peor de lo peor, lo cual me convertía en lo mejor—. Eres
despreciable.
—Ya escuché ésto antes, creo que en
un sueño... Ah, no... la noche anterior. Llevas así más de un
mes—guardé silencio un segundo, comprobando que me escuchaba con
aquel ceño fruncido y esa boca carnosa a punto de estallar en un
griterío insufrible—. Por favor, cállate.
—¡No voy a callarme! ¡Deja de
burlarte de mí!—gritó tal y como esperaba.
—Pues deja de creer que tu moral es
superior a la mía—dije dejando el racimo en la mesa, para
levantarme de ésta y apoyarme sobre el borde de ambos extremos.
—Perdóname si aún aprecio la vida
humana—dijo dejando la vela en su lugar.
—¿Acaso yo no la aprecio?—susurré
ligeramente inclinado hacia delante.
—No lo haces—negó con la cabeza.
—Si no la apreciara no seguiría
vivo. Me enamoro de la maldad que poseen sus corazones, los atrapo
con encanto en mi tela de araña y bebo de ellos hasta la última
gota. No desprecio nada. Si no apreciara su vida no tendría tanto
cuidado.
Admito que el discurso me quedó
espléndido, pero él no lo vio así. No comprendía lo que yo quería
transmitirle. Para él yo era un monstruo, un demonio, un ser
horrible y él un sufrido que se creía poeta. Todos hemos sentido
repulsión ante el asesinato, pero te acostumbras. Sabes que debes
hacerlo y escoges al peor de todos. Eliges asesinos porque son como
tú, porque tienen el corazón podrido, y porque saben mucho mejor.
Además, nadie echa de menos a los bastardos. Libras al mundo de un
grano en el culo y salvas a pobres inocentes que tendrían que
soportar sus fechorías. No hay nada mejor que matar a un ser
terrible, un criminal, porque te hace sentir bueno y que haces algo
digno de ser elogiado. Si bien, como he dicho, eliges a un ser
idéntico a ti. Tomas a un igual. No eres un héroe.
—Eres despreciable—murmuró con
rabia.
—Y tú un perfecto mártir—dije
señalándolo con el índice de mi mano derecha.
—Me das asco—chistó.
—Añadiré el asco a la lista de
sentimientos que te provoco—contesté apartándome de la mesa, para
poner las manos tras mi espalda.
Me dirigí a la puerta del comedor, la
cual daba al espléndido salón que poseíamos. Allí había un
elegante clave y a mí me encantaba contemplarlo. Amaba tocar sus
formas. El instrumento era de la hermana de Louis. Sabía cuánto lo
apreciaba. Aquella obra maestra había sonado en tiempos mejores,
cuando Paul no era un cadáver siendo consumido por gusanos.
—¡Muérete!—gritó con una furia
muy común en él, lo cual no me pilló por sorpresa.
—Lo siento, pero creo que llegas
tarde para desearme la muerte—dije girándome justo bajo el marco
de la puerta—. Ya estoy muerto—susurré con una sonrisa,
regodeándome en cada una de mis palabras—. Igual que tú.
El resto de la noche fue un silencio
incómodo entre ambos, aunque no para la noche. Fuera los esclavos se
arremolinaban acusándonos de demonios. Podía sentir el miedo y el
odio cubriendo sus almas, envenenando sus pensamientos y provocando
que la revuelta estuviese muy cerca.
Lestat de Lioncourt
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