Lestat de Lioncourt
Brasil era muy distinto a la Europa que
tanto añoraba. El mundo estaba más consumido y deteriorado, las
diferencias eran más palpables y podías encontrar cierto encanto
incluso en los ritmos más populares. Todo era distinto. Era una flor
salvaje al otro lado del océano, un infierno de pasiones
desmesuradas y que se diseminaban a lo largo de la costa que tanto me
complacía. Allí, en aquel lugar, Daniel era feliz. Él parecía
haber recobrado el ánimo y olvidado al fin el terrible suceso que lo
hundió en la oscuridad de su mente. Ya no era el muchacho enajenado,
sino el joven periodista cargado de curiosidad y deseo de vivir en
plenitud.
Allí, alejado de las viejas catedrales
y recuerdos de la gloria de Roma, recordaba las noches venecianas
como si fueran un fantasma cruel y déspota. No podía dejar de
sentir insaciables deseos de recuperar el tiempo perdido, el cual
parecía haber engullido las arenas del desierto donde hallé a Padre
y Madre. Las imágenes del santuario que construí para ellos, a las
afueras, se repetían como las campanas de media noche. Venían a mí
recordándome todo el sufrimiento que padecí por mantenerlos a salvo
de la secta que dirigía Santino. Y entonces, como de la nada,
aparecía su rostro de piedra y los lirios. Eran los mismos lirios
que pintaba en las fachadas de las casas abandonadas, igual que los
jóvenes rebeldes que imprimían sus dichosas pinturas urbanas en
tierra hostil.
Los lirios. No olvido los lirios. Ahora
comprendo el significado de aquellas imágenes. Sé porqué todo
ocurría de ese modo. Entiendo el motivo por el cual no me sentía
solo. Él estaba allí, como siempre estuvo, escrutando mis recuerdos
y seleccionándolos para que no pudiera escapar de ellos. Me hizo
prisionero de mis sentimientos y finalmente logró que todos
entendiéramos su dolor... ¡Pero fue a un precio terrible! Todavía
puedo percibir el miedo.
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