No puedo creer que vuelva a estar entre nosotros y haya ido a por él. Supongo que nos queda para largo...
Memnoch llamando a la puerta de Armand...
Lestat de Lioncourt
Rezar a veces es lo único que te queda
después de saber que el mundo puede ser tenebroso e incomprensible.
La fe es para aquellos que buscan algo más que una respuesta
evidente. Intentaba encontrar en mí la bondad perdida, la belleza
robada, la verdad imposible y el amor que creí haber hallado en
otros sólo fueron sombras chinescas que ennegrecieron mi alma.
Necesitaba orar lejos de cualquier mirada sospechosa. Tenía que
espiar mi alma pecadora.
Decidí acercarme a la iglesia más
cercana a mi lujoso apartamento en el centro de aquella gran manzana,
tan podrida como las almas que se arremolinaban en los caros
restaurantes, elegantes y limpias plazas, exclusivos centros
comerciales y espectaculares locales de ocio. Seamos sinceros, estoy
cansado de excentricidades y de vivir fingiendo. Mi rostro de ángel
es contemplado todavía con cariño por muchos mortales, aunque miles
me temen y recuerdan cada uno de mis crímenes que no son más que
pecados en mi alma.
Elegí una pequeña iglesia, no está
demasiado lejos, y no es demasiado vieja. Se construyó hace tan sólo
unos años y está ligeramente abarrotada. Todavía huele a nueva.
Los bancos son tan incómodos como cualquier otra. Las miserias
humanas que allí se cuentan son propias de cualquier gran ciudad. No
hay nada especial. Jamás había asistido a una misa en aquel lugar,
salvo aquella noche.
Decidí quedarme en el último banco,
acurrucado en una esquina cerca de una de las paredes. Mi cabeza
quedó apoyada en el muro mientras escuchaba las eufóricas palabras
del sacerdote sobre Dios, el Diablo y el Infierno. Hablaba de los
pecados capitales, de como el hombre decidía olvidar la bondad y
justicia así como la conciencia de sus malos actos. Mostraba a
Jesucristo como el salvador de las almas de éste mundo insensible y
podrido. Por mi parte sólo había cierta emoción, aunque no
descarada, ante las palabras sobre la calidez del infierno y la
crueldad de su Príncipe.
Después de la homilía la iglesia
quedó vacía, pero aquel sacerdote quedó allí en el púlpito.
Revisaba sus papeles. Tenía el cabello dorado, ondulado y largo.
Parecía un ángel. A decir verdad era demasiado joven para
calificarlo de sacerdote, pues parecía un novicio. Tenía los labios
carnosos y una sonrisa muy atractiva. Sus ojos eran azules, muy
profundos, y tenía una mirada extraña. Desconfiaba de aquella
figura, pero no me inmuté. No quise aproximarme a él. Rechazaba el
intentar entablar una conversación sobre la bondad y la malicia,
aunque eso me había arrastrado hasta allí. No estaba dispuesto a
que él, una criatura tan hermosa, me tachase de enajenado al
contarle todos mis secretos.
Si bien, él parecía estar dispuesto a
escucharme. Decidió bajar de su púlpito, recorrer el largo pasillo
que nos dividía y sentarse a mi lado esperando que entablásemos una
conversación. Sus manos, las cuales había visto moverse con
elegancia magistral, tenían hecha la manicura. Poseía unos dedos
largos, pero gruesos, y sus manos eran grandes. Su cuerpo era de gran
tamaño y parecía bien formado, aunque bajo la sotana no podía
estar del todo seguro.
—Los jóvenes no suelen venir a
buscar a Dios—dijo con una voz penetrante.
—¿Quién le dijo que soy
joven?—pregunté con un acento de tierra de nadie. Después de
tantos años viajando, de un lugar a otro, había perdido mis
orígenes. Ya no era Andrei, pero tampoco era Amadeo y ni mucho menos
podía considerarme Armand. Era un ser longevo que vivía esperando
un milagro.
—Tienes razón—susurró—. A
muchos nos agrada de sobremanera aparentar lo que no somos—añadió
justo antes de escuchar un fuerte portazo. Las pesadas puertas de la
iglesia se cerraron detrás de nosotros—. Las apariencias engañan,
el hábito no hace al monje. ¿No es así, Andrei?—preguntó
clavando sus ojos en mí.
Esos ojos me ardieron. Hizo que
ardiera. Pude notar una bocanada de aire caliente calentando mi piel,
llenando mis mejillas de un rubor sofocante, y pude notar el fuego
quemando mi piel. Quise moverme, pero no pude. Sus gigantescas manos
me desnudaron rompiendo mi frágil camisa celeste, permitiendo así
que los botones de nácar blanco cayeran a mis pies, mientras sus
labios rozaban los míos introduciendo su lengua en mi boca.
Recordé al demonio. El demonio de
aquella vieja navidad. Ese día en el cual creí que deliraba. El
demonio en la nieve, los copos cayendo sobre mi cabello de fuego, sus
caricias crueles y su aliento seductor. Lo recordé. Hacía casi dos
años de aquello. Algo me secuestró y me retuvo durante varios días,
pero fue algo que no conté jamás a nadie. Me guardé aquella
siniestra y placentera visita como un sueño inigualable.
El sacerdote no era tal. De su espalda
aparecieron unas alas gigantescas, de plumas negras tupidas, que se
alzaron hacia el alto techo de la iglesia. Me atrajo hacia él, como
si fuese un muñeco abandonado en los escalones de unos grandes
almacenes, y me ofreció el calor de su cuerpo. Tan frío y él tan
cálido. Demasiado cálido. Mi cuerpo cedía, mis músculos se
quedaron libres de cualquier aprensión y mi mente quedó confundida.
Desnudó mi cuerpo, arrebatándome la
ropa a tirones, para luego provocar que me arrodillara frente a él.
Mi alma se retorcía en deseos, igual que mi carne. Algo me pedía, o
me incitaba, a cometer el pecado original, mordiendo la manzana
envenenada que él me ofrecía, bajo la atenta mirada del Señor y de
Dios mismo.
Lestat nos había recordado a todos la
aparición de aquel ser en su última aventura. Había hablado con él
durante horas tras ser coronado como nuestro líder, siendo elegido
por todos como el único capaz de liberarnos de Amel y unirnos a él.
Me había confesado que ya no temía al demonio, pues no era en sí
lo que aparentaba ser. El Diablo no era más que un espectro idéntico
a Gremt que jugaba con la representación cristiana de la maldad
intrínseca en todos nosotros. Aún así, pese a esa charla, seguí
creyendo en Memnoch como un diablo, no como un espíritu burlón y
poderoso. Y allí estaba él, arrodillándome ante su perfecto
cuerpo.
Sin escrúpulos se desnudó frente a mí
dejando la ropa doblada sobre la banca, haciéndose desear, mientras
mis ojos recorrían cada músculo de su imponente figura. Una vez
desnudo me tomó del cráneo con la mano izquierda, mientras con la
derecha aproximaba mi miembro y me lo ofrecía. No tardé demasiado
en abrir mis labios y permitir que aquel sexo, duro y grueso, se
introdujera en mi boca. Pude notar cada nervio que se hinchaba
bombeando sangre, para lograr la plenitud de su pene. Cerré los ojos
dejándome llevar. Sus enormes manos me sostenían con fuerza, pero
mi lengua era libre. Me hundía hasta el final, permitiendo que mi
aliento golpeara su bajo vientre, para acabar lengueteando sobre su
glande.
No dudó en apartarme cuando creyó que
mi labor debía acabar. Abrí los ojos mirándolo con estupefacción.
Parecía un ángel y no un demonio, era como ver a un hermoso heraldo
salido de las estampitas típicas de cualquier iglesia, y yo era su
presa. Sin cuidado me levantó mientras tomaba asiento nuevamente,
colocándome recostado después sobre sus rodillas, para notar como
su mano golpeaba con fuerza indistintamente mis glúteos. Podía
percibir como mis carnes, pese a la dureza del paso de los siglos, se
contraían con cada golpe. No tardé en emitir altos gemidos, que no
quejidos, por el placer de sentirme dominado.
Los dedos de su mano derecha se
hundieron en mi boca, bajando con fuerza mi mentón y hundiendo gran
parte de ésta. Notaba la presión y como mi lengua intentaba lamer
cada dedo. Su otra mano, tan grande como placentera, hundía su dedo
índice y corazón en mi entrada. Allí, bajo la tenue luz y su
dominio, me sentía tentado como nunca. Entonces liberó mi boca,
buscó palpó sus prendas y sacó una jeringuilla y de inmediato
inyectó todo el líquido en una de las venas de mi cuello. El calor
se hizo insoportable. Mi erección apareció convirtiéndome en un
adolescente salvaje y desesperado. Él me empujó hacia el suelo del
pasillo y allí, como la mayor de las furcias, me coloqué de
espaldas a él, pegué mi pecho a las baldosas y permití que me
penetrara.
Sus manos tiraban de mis hombros y mis
cabellos castaños rojizos, mientras que mis piernas temblaban con
cada dura embestida. La fuerza y violencia de aquel acto me recordaba
a los burdeles donde los hombres me hacían suyo, jugaban conmigo
como si fuese una mercancía y me dejaba guiar por el deseo de tener
a Marius de ese modo sobre mí. Cerré los ojos, comencé a gemir con
mayor deseo y prolongando cada gemido como si fuese el canto de una
sirena, mientras él se impulsaba con mayor necesidad. Escuchaba sus
jadeos y gruñidos, así como el sonido de sus testículos
golpeándome una y otra vez. No tardó demasiado en llegar,
llenándome y dejándome satisfecho, aunque no inconsciente. Llegué
al final al igual que él, con una espesa eyaculación que manchó el
suelo. Aquello fue un acto improvisado, una toma de contacto, y una
llamada de atención.
Quedé recostado sobre las baldosas
marrones de aquel templo. Permití que la noche transcurriera dándome
ese pequeño capricho, permitiendo que el espectáculo fuese
tremendamente tentador y único. Sus pasos resonaron por el templo,
alejándose hacia la puerta de la sacristía. Estuve allí arrojado
por más de una hora intentando orar, pero no era capaz de pensar.
Sólo deseaba tenerlo otra vez y, que de nuevo, me llamase Andrei.
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