Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 13 de agosto de 2015

Ave María

No puedo creer que vuelva a estar entre nosotros y haya ido a por él. Supongo que nos queda para largo... 

Memnoch llamando a la puerta de Armand... 

Lestat de Lioncourt


Rezar a veces es lo único que te queda después de saber que el mundo puede ser tenebroso e incomprensible. La fe es para aquellos que buscan algo más que una respuesta evidente. Intentaba encontrar en mí la bondad perdida, la belleza robada, la verdad imposible y el amor que creí haber hallado en otros sólo fueron sombras chinescas que ennegrecieron mi alma. Necesitaba orar lejos de cualquier mirada sospechosa. Tenía que espiar mi alma pecadora.

Decidí acercarme a la iglesia más cercana a mi lujoso apartamento en el centro de aquella gran manzana, tan podrida como las almas que se arremolinaban en los caros restaurantes, elegantes y limpias plazas, exclusivos centros comerciales y espectaculares locales de ocio. Seamos sinceros, estoy cansado de excentricidades y de vivir fingiendo. Mi rostro de ángel es contemplado todavía con cariño por muchos mortales, aunque miles me temen y recuerdan cada uno de mis crímenes que no son más que pecados en mi alma.

Elegí una pequeña iglesia, no está demasiado lejos, y no es demasiado vieja. Se construyó hace tan sólo unos años y está ligeramente abarrotada. Todavía huele a nueva. Los bancos son tan incómodos como cualquier otra. Las miserias humanas que allí se cuentan son propias de cualquier gran ciudad. No hay nada especial. Jamás había asistido a una misa en aquel lugar, salvo aquella noche.

Decidí quedarme en el último banco, acurrucado en una esquina cerca de una de las paredes. Mi cabeza quedó apoyada en el muro mientras escuchaba las eufóricas palabras del sacerdote sobre Dios, el Diablo y el Infierno. Hablaba de los pecados capitales, de como el hombre decidía olvidar la bondad y justicia así como la conciencia de sus malos actos. Mostraba a Jesucristo como el salvador de las almas de éste mundo insensible y podrido. Por mi parte sólo había cierta emoción, aunque no descarada, ante las palabras sobre la calidez del infierno y la crueldad de su Príncipe.

Después de la homilía la iglesia quedó vacía, pero aquel sacerdote quedó allí en el púlpito. Revisaba sus papeles. Tenía el cabello dorado, ondulado y largo. Parecía un ángel. A decir verdad era demasiado joven para calificarlo de sacerdote, pues parecía un novicio. Tenía los labios carnosos y una sonrisa muy atractiva. Sus ojos eran azules, muy profundos, y tenía una mirada extraña. Desconfiaba de aquella figura, pero no me inmuté. No quise aproximarme a él. Rechazaba el intentar entablar una conversación sobre la bondad y la malicia, aunque eso me había arrastrado hasta allí. No estaba dispuesto a que él, una criatura tan hermosa, me tachase de enajenado al contarle todos mis secretos.

Si bien, él parecía estar dispuesto a escucharme. Decidió bajar de su púlpito, recorrer el largo pasillo que nos dividía y sentarse a mi lado esperando que entablásemos una conversación. Sus manos, las cuales había visto moverse con elegancia magistral, tenían hecha la manicura. Poseía unos dedos largos, pero gruesos, y sus manos eran grandes. Su cuerpo era de gran tamaño y parecía bien formado, aunque bajo la sotana no podía estar del todo seguro.

—Los jóvenes no suelen venir a buscar a Dios—dijo con una voz penetrante.

—¿Quién le dijo que soy joven?—pregunté con un acento de tierra de nadie. Después de tantos años viajando, de un lugar a otro, había perdido mis orígenes. Ya no era Andrei, pero tampoco era Amadeo y ni mucho menos podía considerarme Armand. Era un ser longevo que vivía esperando un milagro.

—Tienes razón—susurró—. A muchos nos agrada de sobremanera aparentar lo que no somos—añadió justo antes de escuchar un fuerte portazo. Las pesadas puertas de la iglesia se cerraron detrás de nosotros—. Las apariencias engañan, el hábito no hace al monje. ¿No es así, Andrei?—preguntó clavando sus ojos en mí.

Esos ojos me ardieron. Hizo que ardiera. Pude notar una bocanada de aire caliente calentando mi piel, llenando mis mejillas de un rubor sofocante, y pude notar el fuego quemando mi piel. Quise moverme, pero no pude. Sus gigantescas manos me desnudaron rompiendo mi frágil camisa celeste, permitiendo así que los botones de nácar blanco cayeran a mis pies, mientras sus labios rozaban los míos introduciendo su lengua en mi boca.

Recordé al demonio. El demonio de aquella vieja navidad. Ese día en el cual creí que deliraba. El demonio en la nieve, los copos cayendo sobre mi cabello de fuego, sus caricias crueles y su aliento seductor. Lo recordé. Hacía casi dos años de aquello. Algo me secuestró y me retuvo durante varios días, pero fue algo que no conté jamás a nadie. Me guardé aquella siniestra y placentera visita como un sueño inigualable.

El sacerdote no era tal. De su espalda aparecieron unas alas gigantescas, de plumas negras tupidas, que se alzaron hacia el alto techo de la iglesia. Me atrajo hacia él, como si fuese un muñeco abandonado en los escalones de unos grandes almacenes, y me ofreció el calor de su cuerpo. Tan frío y él tan cálido. Demasiado cálido. Mi cuerpo cedía, mis músculos se quedaron libres de cualquier aprensión y mi mente quedó confundida.

Desnudó mi cuerpo, arrebatándome la ropa a tirones, para luego provocar que me arrodillara frente a él. Mi alma se retorcía en deseos, igual que mi carne. Algo me pedía, o me incitaba, a cometer el pecado original, mordiendo la manzana envenenada que él me ofrecía, bajo la atenta mirada del Señor y de Dios mismo.

Lestat nos había recordado a todos la aparición de aquel ser en su última aventura. Había hablado con él durante horas tras ser coronado como nuestro líder, siendo elegido por todos como el único capaz de liberarnos de Amel y unirnos a él. Me había confesado que ya no temía al demonio, pues no era en sí lo que aparentaba ser. El Diablo no era más que un espectro idéntico a Gremt que jugaba con la representación cristiana de la maldad intrínseca en todos nosotros. Aún así, pese a esa charla, seguí creyendo en Memnoch como un diablo, no como un espíritu burlón y poderoso. Y allí estaba él, arrodillándome ante su perfecto cuerpo.

Sin escrúpulos se desnudó frente a mí dejando la ropa doblada sobre la banca, haciéndose desear, mientras mis ojos recorrían cada músculo de su imponente figura. Una vez desnudo me tomó del cráneo con la mano izquierda, mientras con la derecha aproximaba mi miembro y me lo ofrecía. No tardé demasiado en abrir mis labios y permitir que aquel sexo, duro y grueso, se introdujera en mi boca. Pude notar cada nervio que se hinchaba bombeando sangre, para lograr la plenitud de su pene. Cerré los ojos dejándome llevar. Sus enormes manos me sostenían con fuerza, pero mi lengua era libre. Me hundía hasta el final, permitiendo que mi aliento golpeara su bajo vientre, para acabar lengueteando sobre su glande.

No dudó en apartarme cuando creyó que mi labor debía acabar. Abrí los ojos mirándolo con estupefacción. Parecía un ángel y no un demonio, era como ver a un hermoso heraldo salido de las estampitas típicas de cualquier iglesia, y yo era su presa. Sin cuidado me levantó mientras tomaba asiento nuevamente, colocándome recostado después sobre sus rodillas, para notar como su mano golpeaba con fuerza indistintamente mis glúteos. Podía percibir como mis carnes, pese a la dureza del paso de los siglos, se contraían con cada golpe. No tardé en emitir altos gemidos, que no quejidos, por el placer de sentirme dominado.

Los dedos de su mano derecha se hundieron en mi boca, bajando con fuerza mi mentón y hundiendo gran parte de ésta. Notaba la presión y como mi lengua intentaba lamer cada dedo. Su otra mano, tan grande como placentera, hundía su dedo índice y corazón en mi entrada. Allí, bajo la tenue luz y su dominio, me sentía tentado como nunca. Entonces liberó mi boca, buscó palpó sus prendas y sacó una jeringuilla y de inmediato inyectó todo el líquido en una de las venas de mi cuello. El calor se hizo insoportable. Mi erección apareció convirtiéndome en un adolescente salvaje y desesperado. Él me empujó hacia el suelo del pasillo y allí, como la mayor de las furcias, me coloqué de espaldas a él, pegué mi pecho a las baldosas y permití que me penetrara.

Sus manos tiraban de mis hombros y mis cabellos castaños rojizos, mientras que mis piernas temblaban con cada dura embestida. La fuerza y violencia de aquel acto me recordaba a los burdeles donde los hombres me hacían suyo, jugaban conmigo como si fuese una mercancía y me dejaba guiar por el deseo de tener a Marius de ese modo sobre mí. Cerré los ojos, comencé a gemir con mayor deseo y prolongando cada gemido como si fuese el canto de una sirena, mientras él se impulsaba con mayor necesidad. Escuchaba sus jadeos y gruñidos, así como el sonido de sus testículos golpeándome una y otra vez. No tardó demasiado en llegar, llenándome y dejándome satisfecho, aunque no inconsciente. Llegué al final al igual que él, con una espesa eyaculación que manchó el suelo. Aquello fue un acto improvisado, una toma de contacto, y una llamada de atención.


Quedé recostado sobre las baldosas marrones de aquel templo. Permití que la noche transcurriera dándome ese pequeño capricho, permitiendo que el espectáculo fuese tremendamente tentador y único. Sus pasos resonaron por el templo, alejándose hacia la puerta de la sacristía. Estuve allí arrojado por más de una hora intentando orar, pero no era capaz de pensar. Sólo deseaba tenerlo otra vez y, que de nuevo, me llamase Andrei.  

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Lestat de Lioncourt