Lestat de Lioncourt
Sentado fuera de la tienda, con sus
enormes ojos negros enfocados en las estrellas, se preguntaba si su
nombre perduraría tanto como esas luces, las cuales solía creer que
eran los viejos reyes guiándonos, las almas de aquellos que amábamos
y que ya no estaban para aconsejarnos. Él las contemplaba con deseo
y codicia. Siempre deseó ser poderoso y tener al ejército bajo su
mando. Fue un hombre tenaz y atento, pero también torpe en su forma
de tratar al resto. Demasiado dócil, demasiado atento... Enkil se
endureció cuando la conoció a ella, absolutamente manipulado por
sus consejos poco prácticos, convirtiéndolo en una sombra ruin y
amenazante.
Tomé asiento a su lado en silencio.
Tenía un vaso de cerveza entre mis manos, observaba las dunas
amontonándose frente a notros, y las estrellas que turbaban su mente
soñadora. Quise hablar, pero no logré decir nada. Tan sólo suspiré
y eché hacia atrás mi larga cabellera negra. Esperé que él me
diese alguna indicación, pero sólo colocó su mano derecha sobre mi
muslo izquierdo, apretándolo ligeramente, sin dejar de mirar al
frente. Noté su inquietud y su necesidad.
De un trago acabé mi bebida y dejé el
vaso cerca de mis sandalias, después giré mi rostro hacia él y él
hizo el mismo gesto hacia mí. Nos miramos. Sus ojos estaban
inquietos y parecía fatigado. Teníamos que hallar a las brujas y
llevarlas frente a su esposa, la cual era quien gobernaba realmente.
Noté como me suplicaba ayuda y lo único que le ofrecí, como un
fugaz consuelo, fue un beso largo y entregado.
Callé sus lágrimas en un beso y un
abrazo, como si eso fuese suficiente. Sin embargo, él terminó
ocultándose en mi pecho llorando amargamente el haber cambiado las
leyes funerarias, pues incluso él veía un pecado terrible momificar
y conservar los restos de los nuestros. Aún así, por eso mismo
hemos pasado a la historia. Una historia tan extensa como las raíces
de la semilla que poco después plantaría, en el vientre de una de
las brujas pelirrojas.
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