Lestat de Lioncourt
Parezco la reina de hielo. Una mujer
completamente fría, frívola y cruel. Él me describió como un ser
temible al cual no se puede amar. Tal vez lo merezco. Sin embargo, me
abrí a él en los últimos momentos en los cuales decidí ser yo
misma. Acepté la fragilidad compleja de mi alma. Mi corazón aún
tiembla cuando recuerda el dolor que han tenido que contemplar mis
ojos. Deseaba tanto ser la heroína que todos amaran, la mujer
perfecta y no el estéril monstruo que jamás sería reconocido por
otros.
Me miro al espejo y utilizo mil trucos
para endurecer mi mirada, afilar mis rasgos o convertirme en una dama
adicta a los negocios, pero sensible ante el arte. Arion me confesó
hace tiempo que si sigo admirando el arte, sintiendo el dolor ajeno,
es que mi alma no se ha endurecido como mi cuerpo, el cual parece
cincelado en mármol.
Mis ojos oscuros, de largas pestañas y
perfectas cejas delineadas, ofrecen al que me miran un vistazo al
apocalipsis más terrible. Mi cuerpo, esbelto y ligeramente delicado,
se oculta tras las chaquetas negras que suelo utilizar. Aunque él,
mi dulce maestro, ha logrado verme envuelta en las sedas más
delicadas, lino blanco o satén. He aceptado vestir ropa interior de
encaje, la misma que lograba realzar ligeramente mis escasos pechos,
y mostrarme sensual arrojada en la cama como un animal salvaje. Tengo
manos de artesano, pero suaves como las de un artista del piano. Las
mismas manos que a veces golpean con dureza el mundo.
Quizás soy cruel porque el mundo lo ha
sido conmigo, pero sé que en realidad sólo conjuro esa apariencia
esperando que nadie me dañe. He creado un muro alto y torturoso. Me
he convertido en algo que no soy. Sólo él, Arion, sabe todo acerca
de mi alma. Él posee la calma que yo necesito.
Mi alma se divide en dos grandes
amores. Un amor conocido por el arte y la orfebrería, el otro es él.
Un hombre que todavía me abraza con la ternura necesaria como para
mostrarle mi alma, dejar que el mundo se diluya entre nosotros y nos
convirtamos en uno.
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