Lestat de Lioncourt
Logré que me perdonara. Ella, la bruja
que me convirtió en su protector y amigo, una mujer distinta. Era
bondadosa, con un corazón demasiado vulnerable, llena de esperanzas
y principios. Su mayor orgullo era su familia, a la cual protegió y
defendió siempre. Me consta que amaba a su hermana como una
prolongación de sí misma. Ella me habló de Mekare con una ternura,
un amor y un cuidado similar al que yo había tenido hacia mis
hermanas, las cuales llevaban años muertas. Un hombre de apariencia
ruda, atado a una espada, se convirtió al fin en un protector afable
que se divertía acariciando los telares de aquella mujer de cabello
pelirrojo.
Su piel era como la leche, la nieve
fresca y las sábanas limpias. Amaba acariciar sus mejillas y
sorprenderme por lo cálidas que podían estar tras alimentarse.
Muchas veces la vi sonrojarse ante mis inquietudes, también sentí
sus abrazos reconfortantes cuando la pena me ahogaba. Me enseñó a
mostrar mis sentimientos, sin tapujos, porque ello me hacía más
fuerte.
Decidió que debíamos dividirnos. Ella
tenía que seguir su camino en éste mundo y no me podía enseñar
nada más. Comentó que mejoraría como hombre, vampiro y guerrero si
caminaba solo, aprendiendo a conquistar nuevas enseñanzas, y que,
algún día, volveríamos a encontrarnos. Fue una promesa que
cumplimos.
Dormía profundamente cuando Akasha
atacó al mundo. Tomé la decisión de ocultarme, por miedo a ser
destruido. Ella me avisó que si alguna vez ella atacaba, ya que era
probable, y no debía interceder. Era su lucha, no la mía. La lucha
de su hermana y el hombre que la creó, un vampiro egipcio que
estaría por siempre vinculado a ella más allá de la sangre. Ese
vampiro era Khayman, el Benjamín del Diablo, y padre de su única
hija que fue semilla que dio frutos. ¡Oh! ¡Qué maravillosos
frutos! Había descendientes de la pelirroja y el mayordomo egipcio
por todo el mundo. Conocí a muchos. Fue un placer jugar con ellos a
ser humano y lo hice en su compañía, después de nuestro encuentro
fortuito junto a Marius.
Marius es un gran amigo, pero reconozco
que Khayman fue un gran hermano. Aprendí de él la belleza de un
mundo que desconocía. Me habló de los secretos de Kemet. Amé su
voz profunda, sus abrazos sinceros y las canciones que me enseñó
mientras tallábamos cerca del fuego. Del mismo modo que amé
profundamente a la descendiente más fuerte y hermosa de todas, a la
que más se parecía a ella. Sí, hablo de Jesse. Amé a Jesse y la
amaré siempre.
Hoy estoy frente a su tumba, como
muchas veces en éstos meses, con un hermoso ramo de flores
silvestres de floristería. He limpiado la poca hojarasca que ha
caído sobre la lápida y he llorado. Admito que lloro y me gusta
hacerlo, pues es la libre expresión de mis sentimientos. Estoy aquí,
pues los siento cerca, y converso con ellos como en esas noches
tranquilas en medio de la jungla.
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