Me ha llegado ésto por parte de TALAMASCA. ¿Será cierto?
Lestat de Lioncourt
—Deberías dejar de contemplar el
mundo con avaricia—aquella voz me abordó como si fuese un ladrón,
robándome la calma.
Estaba allí, en aquella gigantesca
torre de cristal, hormigón y cemento. Observaba la puesta de sol en
todo su esplendor con un café caliente entre mis manos. Me hallaba
apoyado en la barandilla. Se suponía que nadie debía subir allí,
ni siquiera los altos ejecutivos de las numerosas empresas que allí
se arremolinaban como una gigantesca Torre de Babel. Había subido
para estar solo, pero él decidió aparecerse con aquel rostro
pintado una bondad que siempre he sentido como falsa. Dios lo ama,
pero a mí me desprecia. Él hace lo que él desea, pero yo decidí
iniciar una rebelión que me ha costado su amor y compañía.
—Avaricia...—chasqueé la lengua y
me giré.
Vestía impecable. Llevaba un traje
color crema, una corbata azul cielo a juego con sus ojos y poseía
unos cabellos rubios algo alborotados. La imagen perfecta de la
pulcritud y la bondad. Aparentaba ser un hombre de mediana edad.
Podía ser la imagen idílica de un buen hombre, padre de familia y
buen esposo. Uno de tantos santurrones que mueren y todos lloran en
su funeral.
—No te burles de mí—replicó.
Por el contrario yo parecía un
ejecutivo sombrío, de esos que van con su maletín a cuestas en una
mano y en otra el café bien cargado. Americana oscura, a juego con
los pantalones y una camisa blanca. Era el perfecto ejecutivo sin
sentimientos, pero eso era únicamente una apariencia.
—¿Burlarme de ti,
Malaquías?—pregunté con sorna.
—Te burlas como un niño que disfruta
de arrancarle las alas a una mosca—se puso a mi lado, apoyado en la
barandilla, mientras contemplábamos el atardecer.
—Tú eres quien me crucifica con
actos y sentimientos que no poseo. No hay ni una sola pluma mía que
pueda pecar de avaricia—dije tras dar un largo trago al café, el
cual parecía reconfortarme más que un abrazo. Hacía décadas que
no sentía amor por parte de mis hermanos, sólo había reproches.
—Tienes el afán de poseer almas
puras para tus propios intereses—dijo tajante.
—¿Y cuáles son mis intereses,
hermano?—pregunté girando mi rostro hacia él.
—Demostrar a Dios que posees la
razón—lo dijo convencido, pues sabía bien que era mi objetivo
primordial. Si bien, había otros. Quería salvarlos a todos.
—¿Y no la poseo? ¿Tengo que
recordarte que tú salvas almas de criminales?—dije recordando a
ese perfecto asesino por encargo, un muchacho escuálido que tocaba
la lira y sufría por sus propias malas decisiones.
—A petición de Dios, porque pueden
servir a la misión divina de ayudar al mundo—aquellas palabras
eran las mismas, como las de cualquier otro ángel.
—Que interesado—solté aquella
burla entre pequeñas carcajadas. Disfrutaba regodeándome de su
estupidez.
—¿Acaso tú no lo haces por tus
propios intereses?—masculló.
—Sí, lo admito—dije sin titubeos—.
Mis intereses son salvar a todos los humanos.
—Muchos no se lo merecen—me
recriminó.
—¡Qué sabrás tú!—terminé
exaltado. Aquellas palabras me hirieron.
—Lo suficiente—indicó apartándose
de la barandilla, para marcharse de allí tras alterarme.
—Vete con tu asesino, con tu querido
Toby, y disfruta de viajar por el tiempo y el espacio. Reescribe la
historia, provoca un caos en el mundo actual y haz que tu Dios sea
feliz. Por el momento yo prefiero ser un concepto, aunque sea
carnavalesco, mientras sigo eligiendo las almas necesarias para
demostrar que yo tengo razón.
Mis palabras eran veneno, odio, y
reproches. Él lo sabía. Ya no era tan puro ni decente. Me había
convertido en el enemigo de Dios y él seguía siendo su santurrón
favorito.
—Ya no te basas en el amor, sino en
llevar la razón. Es una revancha—dijo dándome la espalda,
mientras mostraba sus alas blancas al mundo. Odiaba verlas, las
despreciaba. A mí, en la Tierra, no me permitían disfrutar de
ellas.
—Tal vez, pero eso no desmerece mi
amor por los humanos.
—Hermano...—dijo girándose para
seguir hablando, pero no se lo permití.
—Esa palabra queda sucia en tu divina
y celestial boca, Malaquías—reproché.
—Memnoch, deberías ser consciente
que no soy tu enemigo.
—Eso deberías tatuártelo tú, en tu
corazón, porque lo dices sin sentimiento alguno. Ni siquiera tú te
crees la bondad que predicas—tras mis palabras, hirientes aunque no
sentidas, desapareció.
Tiré mi café y me marché. Odiaba que
tuviese algo de razón.
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