Lestat de Lioncourt
—Recuérdame porqué te soporto.
Su voz reverberó con la belleza de sus
ojos, de mirada profunda, y de sus labios, carnosos y sensuales.
Llevaba un vestido de lino blanco, con algunas joyas de oro con
piedras preciosas engarzadas.
Ellos creían estar a solas, pero yo
estaba oculto a un lado de la entrada de acceso al trono. Vigilaba.
Para mí el trono, sus conversaciones y miradas, no tenían secreto.
Ellos se desnudaban cada día mientras aguardaban a los escribas, así
como el resto de la corte. Faltaban pocos minutos para la primera
reunión de la mañana.
Dentro, ellos dos, sentados en el
trono. Observándose como quien observa un cuadro fastuoso,
increíble, pero inmerecido para sus ojos. Tenían una belleza mágica
y cruel. En ella veía erotismo, crueldad, necesidad, sabiduría,
deseo y odio a nuestras viejas tradiciones. Había cambiado el mundo
y seguía haciéndolo, sin importarle nada.
—Necesidad—respondió él.
—No, no es necesidad—susurró.
Él era un hombre delgado, pero con
cierta musculatura. Su rostro era mucho más fino que el mío.
Recuerdo su piel ligeramente tostada, sus labios suavemente finos y
su mentón ligeramente filoso. Tenía un rostro hermoso. Reconozco
que era hermoso. Enkil tenía una belleza masculina muy distinta a la
mía, pero cualquiera que lo hubiese visto aceptaría que no era un
rostro vulgar.
—Entonces, si no es necesidad, ¿por
qué me soportas?—preguntó.
—Podría pedir que te asesinaran,
tener a otro consorte y ser feliz. Alguien que realmente me abrace en
las noches y me hable de amor. No alguien como tú. Nunca me has
mirado como una mujer. Tan sólo soy...
Uno de esos amantes era yo. Temía por
mi seguridad. Aún era un hombre muy joven y apenas me podía
considerar un buen guerrero.
—Alguien que quiero, admiro, respeto
y acepto a mi lado porque ambos queremos éste trono.
Sonaba sincero, aunque no sabía si era
cierto. Pero si él lo decía, de esa forma tan firme, debía ser
cierto.
—¿De qué vale un trono si no somos
felices?—susurró con cierta amargura.
—Poder, grandeza...
—Cierto—chistó.
—Tienes amantes, ellos te hacen
feliz—le recordó sin apatía, sin burla u odio.
—Tú los matas—dijo Akasha.
—Por miedo—respondió.
—Yo no mato a Khayman—contestó
herida.
Khayman, el mayordomo real, era un
hombre de confianza que a todos nos provocaba temor. Enkil lo adulaba
y reía ante cualquier comentario suyo. Podía verlos siempre por los
pasillos. Aquella conversación me confirmó ciertas sospechas.
—Porque es complaciente contigo,
amable con nuestros hijos y eso es suficiente para ti.
—Tú amas a Khayman—reprochó
sintiéndose herida. Ella sí lo estaba. Deseaba ser amada por su
esposo, pero no lo era.
—Pero te quiero a ti—dijo Enkil—.
No te amo de forma romántica, pero acepto que nuestras
conversaciones forman parte de mi día a día, de mi felicidad, de
mis necesidades...
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