Lestat de Lioncourt.
—Gregory...—dije interrumpiendo en
la sala de juntas de su empresa.
Estaba solo. La reunión había
concluido hacía más de una hora. Él estaba allí observando las
imponentes vistas. Recorría con la mirada los edificios más
hermosos de la ciudad. Creo que los memorizaba cada día, como si
fuese a olvidarlos. Se encontraba en silencio, recostado en su
elegante sillón ejecutivo, mientras sólo la suave luz de dos
lámparas permitían ver con claridad el lujoso, aunque minimalista,
decorado.
—Parece que nada cambió, pero es
sólo una ilusión—dijo mientras se giraba.
Vestía un elegante traje a medida en
color negro, igual que la camisa, pero llevaba consigo una hermosa
corbata café. La misma corbata que yo le había regalado hacía
tiempo. Me acerqué para sentarme a su lado, no muy lejos, en usa de
esas confortables sillas. Él me miró cansado, algo disgustado, y
luego suspiró.
—Muchos jóvenes han muerto,
Flavius—murmuró.
—Es algo que no podemos solucionar,
amigo mío—respondí con una sonrisa gentil y amable.
Él tan sólo asintió y se incorporó
de la silla. Después dio media vuelta, quedando de cara a la ciudad
y dándome la espalda.
—He vuelto a pensar en ella—dijo—.
La he visto tan real en mis sueños...
—Akasha—musité.
—Fareed desea hacerme pruebas para
vislumbrar si está en lo cierto.
—Si es así... ¿qué
harás?—pregunté.
Hablaba de su paternidad con Seth. Las
muertes de muchos, el conocimiento que tenían todos ahora de los
pecados de la Reina y sus debilidades, la verdad de los guerreros que
tuvieron que dar su vida por ella y el calor de Egipto, que aún
parecía calentar sus rostros, era algo que parecía presente
todavía. Habían pasado miles de años, pero tan sólo unas décadas
desde el terrible desenlace. Además, los últimos acontecimientos
movieron la tumba de los recuerdos que Gregory creía haber
enterrado.
—Abrazarlo y llamarlo hijo—susurró.
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