Lestat de Lioncourt
Nunca he vuelto a ver unos ojos como
los suyos. Eran tan profundos, tan cautivadores y salvajes como
llenos de dolor, miseria y caos. Deseaba ser amada, pero también
quería vengarse. Era una mujer, aunque más bien era un felino
peligroso dispuesto a clavar sus garras mostrándote su dolor. Acepté
sus disculpas, así como su profundo cariño, cuando descubrí que me
había usado para provocar los encendidos celos de David. La
comprendo.
Extraño su magnetismo. Tenía una
elegancia desgarbada, poco clásica, pero atractiva. Rezumaba olor a
ron, pero también a lágrimas y velas. Deseaba estrecharla
eternamente entre mis brazos y ofrecerle mi consuelo. Ella me dio la
solución a mi enigma, del mismo modo que yo le di lo que
aparentemente ella deseaba. Quería ser inmortal, pero descubrió que
ni siquiera con ese futuro tan privilegiado, como siniestro,
cambiaría el dolor ponzoñoso de su corazón.
Recuerdo su piel de canela, tan tostada
como cálida, contra mi cuerpo duro y frío. Esas lágrimas, esos
besos, esas miradas y sobre todo esa necesidad, casi pueril, de
sentir un mínimo de afecto. La hice mi hija, como hice tan sólo una
vez en tantos siglos. Si bien, quien le dio la paz fue otro ser. Un
ser descarnado, porque no poseía cuerpo, que le ofreció lo que ella
parecía necesitar y era alguien que la necesitara.
Lestat la llamó y ella acudió. Un
joven propietario de una granja cercana a los pantanos de la ciudad
de Nueva Orleans, muy similar a los terrenos que una vez poseí hace
siglos, le pedía, o más bien rogaba, ayuda. Un espíritu malvado lo
atacaba igual que Amel atacó a Akasha. Ese espíritu no era otro que
su hermano gemelo fallecido cuando tan sólo contaba con días de
vida. Merrick tomó a ese espíritu, ese fantasma pequeño y frágil,
entre sus brazos y se condenó por salvarlo. Se me escapan algunas
lágrimas cuando pienso en ese gesto tan generoso, pero sobre todo
porque ella quizás logró ser feliz.
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