Yo amaba a Claudia, pero ella guardaba su odio para impactarlo contra nosotros en un brutal intento de asesinato.
Lestat de Lioncourt
—Pareces infeliz, ¿por qué?—preguntó
sentándose a mi lado en aquella inmensa cama que nunca llegué a
usar.
Las sábanas eran de algodón blanco y
poseía mis iniciales en el centro, las cuales estaban bordadas en un
lavanda muy agradable. La colcha era turquesa, igual que las cortinas
del dosel. Si bien, esos pequeños y encantadores detalles quedaban a
un lado eclipsados por la maraña de muñecas. Había decenas.
Algunas estaban destrozadas por el paso del tiempo, pero otras apenas
tenían unos años. Ya no jugaba con ellas. Eran el símbolo de mi
tragedia, del dolor que se clavaba como un puñal siniestro en mi
corazón, y provocaba que me sintiera atrapada en un mundo que no
deseaba, que jamás deseé y que nunca pedí.
Lestat, sin embargo, parecía vivir en
un mundo lleno de mentiras y ciego ante mi dolor. Se regocijaba en mi
compañía, sonreía ante mis poemas crueles y terribles como si
nada, aplaudía mis caprichos y me concedía su cariño sin importar
nada. Me amaba. Louis también me daba toda clase de atenciones,
adoraba vestirme como si fuese una de mis muñecas y cepillaba mi
cabello cada atardecer hasta que terminaba exhausto. Recitaba para él
y provocaba que me besara las mejillas completamente rendido ante mi
encanto infantil. No paraba de repetir lo orgulloso que estaba por
tener a una hija como yo. Para él era su muñeca, para mí un idiota
a mi servicio.
No podía ser feliz. Ellos lo eran,
pero yo no. Vivía atrapada en un cuerpo de apariencia inocente.
Jamás florecería como cualquier otra mujer. Mis labios, en forma de
corazón, sonreían con malicia cuando descubría una nueva víctima
a la cual retorcer entre mis pequeños brazos. Era un momento
placentero, pero se convertía en amargo. Sabía que ellos morían,
pero habían vivido cosas que yo jamás conocería. Ni siquiera
recordaba el sol rozando mis mejillas.
—Soy feliz a mi modo—respondí
mientras trazaba algunas líneas de uno de mis nuevos dibujos. Tenía
los dedos sucios por el carboncillo, pero el paisaje que se descubría
en aquella hoja amarillenta parecía cobrar vida.
—¿Qué te he hecho para que no seas
feliz?—preguntó acariciando mis hombros, para luego apoyar sus
labios en mi frente.
Maldito era él y toda su belleza.
Maldito era Louis que nos observaba desde la puerta. Maldita fue la
hora en la cual no morí con la pobre de mi madre. Maldecía todo,
del mismo modo que yo estaba maldita. Una muñeca rota y maldita, la
cual cobraba vida cada anochecer para arrancarle los sueños, pecados
y secretos a todo aquel que yo quisiera.
—Quiero estar sola.
Él se incorporó dejando a mi lado una
muñeca. Al menos, esa vez, no me dio el discurso de lo caras y
maravillosas que eran. Louis lo acompañó apoyándose en uno de sus
hombros. Ambos parecían tristes aquella noche, pero rápidamente
olvidaron mi melancolía para hundirse en sus disputas cotidianas, en
sus besos salvajes y en sus palabras románticas. Los detestaba. Yo
jamás podría tener algo así. Nunca sería observada como una
mujer, con sus encantos y maleficios, porque siempre sería una niña,
una muñeca en la vitrina de dos malditos idiotas.
Ahora, que mi vida acabó hace tiempo,
camino por las calles como un fantasma. Soy el recuerdo que mantienen
vivo ambos, pues al recordarme dan fuerza a mi espíritu.
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