Lestat de Lioncourt
Escucho todavía los viejos murmullos
de aquellos pasillos, el viento moviendo las ramas de los arbustos
cercanos al palacio y el discurrir de las fuentes que refrescaban el
patio principal. La tierra, oscura y arcillosa, se movía ligeramente
en pequeños grupos de dunas a lo lejos. El mundo ya no lo recuerda,
pero yo puedo escuchar la vieja música de las distintas
habitaciones, las conversaciones inusuales y las más típicas de
aquel palacio.
Recuerdo su presencia. Siempre callado,
siempre solícito, siempre a su lado siendo su sombra y con ese
aspecto de hombre tranquilo que distaba del monstruo que podía ser
en mitad de una confrontación. Era ágil, dispuesto a dar su vida
por su rey y a no doblegarse jamás ante el enemigo. Khayman era uno
de esos seres que provocaban admiración entre los demás guerreros,
pero yo sólo era un sirviente que servía de entretenimiento a la
reina.
Aún su mirada me aterra. Parecía tan
calmado y bondadoso, pero a la vez conocía lo sanguinario que podía
llegar a ser. Temía el día que Enkil pidiera mi cabeza y él
entrara en mi dormitorio, me cortara el cuello y le llevara mi cuerpo
como prueba de mi rápida muerte. Si bien, también admito que su
trabajo no era el favorito de nadie, pero sabía llevarlo con
entereza. La muerte le rodeaba, acariciaba sus manos manchándolas de
sangre y luego, como no, tenía que dormir a sabiendas que había
arrebatado los sueños a otros.
Entré a ser parte de la corte de la
reina, su favorito entre muchos, antes que Seth naciera. Ella tan
sólo había logrado parir mujeres. Estaba desesperada por tener un
heredero varón. Cuando sus ojos se pusieron sobre mí quedé
prendado. Tenía una mirada firme, de mujer fatal, pero a la vez
podía ver la soledad derramarse en cada una de sus pestañas. Poseía
unos pechos turgentes, envueltos en una suave y fina tela de lino, y
un cuello largo que se realzaba con el corte de su pelo. Era hermosa,
seductora, y poseía unas manos que erizaban el escaso vello de mis
brazos.
No puedo olvidar, ni tampoco lo
pretendo, la primera noche entre sus brazos. Sus piernas se abrieron
necesitadas y calientes, la boca de su sexo se hallaba expectante y
la humedad que ocultaba, con aquel delicioso calor, me volvió loco.
Yací con ella por más de una hora. Los besos y las caricias daban
paso a arañazos, mordidas y lamidas eróticas que provocarían el
delirio de cualquier hombre. Y yo, como no, era demasiado joven para
no percatarme que ella quería algo más que sexo, deseaba mi amor.
Un amor que tuvo con facilidad. Me refugiaba en sus pechos y en la
curva de sus caderas. Olvidaba mis pesadillas sobre su vientre plano
y acariciaba su ombligo. Parecía una diosa desnuda en aquella cama,
con su piel dorada y sus ojos profundos. Tenía el cuerpo de una
niña, aunque ya empezaba a ser una mujer madura. Perdí la cabeza,
el control y el corazón amándola mucho antes de conocer al monstruo
que surgiría tras el encuentro con aquel terrible espíritu. Ella no
sólo ambicionaba poder, pero eso es lo que terminó impulsando sus
pasos a lo largo de los siglos.
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