Lestat de Lioncourt
La noche había llegado. Era otra más
en el calendario. Pura rutina para muchos bebedores, pero no para él.
Se hallaba a kilómetros de distancia del lugar donde le esperaban,
como solían hacerlo en cada ocasión que la radio salía al aire.
Allí, encerrado en su viejo despacho, revolvía los antiguos
documentos que una vez amontonó en un cajón. Había cientos de
notas, apuntes y pequeñas tarjetas donde se marcaban fechas, las
cuales para otros no tendría la más mínima importancia. Él
conocía los misterios de esos archivos, del mismo modo que conocía
cada recoveco de aquella gigantesca casa.
Había tenido todo. Era el hijo
predilecto de un padre que, lastimosamente, sólo pudo retenerlo a él
en éste mundo. No fue lo que todos esperaban, pero finalmente
comprendieron que la felicidad era mayor a las obligaciones. El hijo
de un lord, un hombre culto y noble, lleno de misterios. Alguien que
había tenido todo en la vida, pero lo había dejado atrás por lo
que sostenía entre sus jóvenes dedos.
No estaba lejos la sede de Londres, la
de la vieja Orden de Talamasca, que tenía raíces tan antiguas como
misteriosas para sus miembros. Pero la verdad estaba saliendo a la
luz y convirtiéndose en pequeños corchos a la deriva de un mar
terrible. La tormenta estaba agitando demasiado las aguas. El mundo
se estaba convirtiendo en una carrera contra reloj en busca de la
verdad.
Hacía unas semanas un viejo conocido,
el fantasma del Ladrón de Cuerpos, se apareció frente a él
hablándole de problemas, de algo que estaba a punto de suceder.
Estaba en alerta. Se encontraba demasiado tenso para estar en una
habitación rodeado de aquellos que amaba. Incluso rehuía estar con
Jesse. David necesitaba paz para ordenar cada uno de sus
pensamientos, organizar los antiguos testimonios y comprender porque
aquel ente revolvía entre los ficheros que logró sacar de la sede
cuando empezaron a ser informatizados.
Daniel se paseaba por el pasillo, como
si fuese un centinela, observando los rostros en los viejos cuadros
que colgaban de los muros. Aquella casa tenía personalidad. Una
personalidad rígida, muy inglesa, llena de rincones oscuros y de un
servicio atento a cualquier deseo. Pero ellos no necesitaban nada. Ni
siquiera querían que se acercaran demasiado.
El joven vampiro, y viejo periodista,
quería entrar en el despacho y preguntar si había encontrado algo.
Sin embargo, se abstuvo. Dentro quedó durante toda la noche David
con la única compañía de un viejo reloj de pie que iba marcando la
hora. Tenía allí la clave de algo importante, ¿pero qué era?
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