Lestat de Lioncourt
A veces nos vemos avocados al fracaso,
como si eso fuese lo único que pudiésemos lograr. Sin embargo, es
importante no rendirse. Muchas veces me he sentido un fracasado.
Deseaba huir de la muerte, pero la muerte me rodeaba. Comprendo ahora
bien las palabras de Lestat al respecto de nuestra temible compañera,
la cual junto a la soledad más profunda, parece estar siempre
sosteniéndonos entre sus ásperas y frías manos. Detestamos la
muerte, salvo si nosotros somos los culpables. Somos la propia muerte
vestida con una apariencia atractiva, a veces frívola o indiferente,
que seduce demasiado rápido a cualquier víctima improvisada o
elegida a conciencia.
La muerte implica ver como se esfuman
sueños, los cuales podían haber cambiado el mundo, y momentos que
no ocurrirán. Es como una canción que se detiene de improvisto y,
aunque el ritmo queda en el recuerdo, jamás sabes cual era su última
estrofa. Pero es un duelo que debe ocurrir.
Muchos nos ven despreciables y nos
temen, pero ellos también provocan la muerte de cientos de animales
durante su vida mortal. La mayoría de los humanos consumen grandes
toneladas de carne mientras llegan a viejos. Siempre hay quienes
creen que están libres de ese pecado, pero la verdad es que su
consumo de vegetales provocan que otros animales, los salvajes, se
vean alejados de sus zonas y comience la extinción. Somos polillas
que carcomen al mundo, pero aún así somos hermosas luciérnagas que
dan esperanza unas a otras.
Sin embargo, no sólo es un duelo entre
mortales e inmortales. También es un duelo entre inmortales, como
aquella película ochentera donde combaten unos contra otros. Por
supuesto, sin lugar a dudas, hay enfrentamientos entre mortales. Y,
por último, hay miles de criaturas que aún no han tenido la
oportunidad de alzar su voz. La tribu es extensa y todos tienen fecha
de caducidad, inclusive los espíritus pues ellos están vinculados
éste mundo.
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