Lestat de Lioncourt
Tan sólo habían pasado unas horas. La
tierra la aceptaba como si fuese una manta agradable, acariciando su
rostro y ensuciando sus ropas. No quedaba nada de aquella mujer
obligada a ser sofisticada y sumisa. Ella se había convertido en un
ser libre, como las aves que contemplaba desde la mazmorra que era
aquel viejo castillo. Sus manos, agrietadas por el paso del tiempo,
habían rejuvenecido y su cuerpo tomaba al fin la forma femenina que
siempre había tenido.
Bajo aquella capa de tierra removida,
bien acomodada y húmeda, se hallaba un corazón salvaje. Deseaba
alcanzar nuevos mundos, viajar como cuando era una niña y tocar las
estrellas con la punta de los dedos. Quería reproducir su infancia
feliz, ajena a la condena de los años que vinieron como pedradas
terribles, y también la juventud que no disfrutó. Había dejado
marchitar su espíritu por más de veinte años, pero allí había
renacido como una amapola en mitad del otoño.
Estaba a punto de gritar, pero la boca
se le llenaría de tierra. Era demasiado feliz, pero esa felicidad
también le provocaba pánico. No podía creer que al fin tendría el
poder de decidir por sí misma, sin necesidad de verse condenada a un
lisiado que nunca la amó y siempre le reprochó la muerte de sus
hijos. Tantos partos, tantos golpes, tanta muerte y tantas lágrimas.
La humedad ya no afectaba a sus huesos, sino que era un dulce beso
para su frente revuelta.
En su cerebro bullían miles de
recuerdos. El rostro de todos sus hijos, desde los vivos hasta los
muertos, se manifestaron hasta llegar al de Lestat. Ella siempre supo
que él era especial. Era el séptimo hijo, el último de una hilera
de tumbas y desprecio. Era el más parecido a ella, tanto físicamente
como intelectualmente. Había sido el único motivo por el cual fue
mínimamente feliz, pese a su estricto modo de educarlo. No deseaba
que se hiciese vagas ilusiones sobre el mundo, pues sabía lo que era
llorar por decepciones y sueños rotos.
Aquel amanecer fue glorioso, aunque no
pudo escuchar el canto de las aves. Quedó agotada, como si una
terrible fiebre impidiera que moviera sus brazos. El día se
convirtió en noche, su noche, mientras dejaba que sus sueños
germinaran recordando quien era. Volvía a ser esclava de sí misma.
Nadie le diría dónde ir. Era como el viento entre las ramas. Si
quería podía desaparecer a la noche siguiente, pero temió por
Lestat. Debía quedarse con él hasta que lo viese fuerte para correr
por el mundo a solas, igual que ella se dispondría a hacer una vez
se despidiera del que siempre, por mucho que le costara a su hijo,
sería su pequeño.
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