—¿Alguna vez has amado tanto que te
ha dolido el alma?—preguntó con la vista perdida en el pantano.
Los caimanes chapoteaban en las densas
y oscuras aguas. Los insectos zumbaban sin temor a ser aplastados.
Las flores, salvajes y vivas, perfumaban ligeramente el lugar. La
hierba alta rozaba las suelas de nuestros impecables zapatos. Atrás,
como un monumento perdurable en el tiempo y un pequeño escondrijo de
niños perdidos, se alzaba el Santuario de Petronia. Aquella
edificación lujosa, de oro y mármol, que a veces usaba como refugio
y la pequeña construcción en madera que había sido mejorada
cuantiosamente por él, por Tarquin.
—Varias veces—acepté abrazado a mí
mismo.
—Así amo a Mona. Ella lo ha sido
todo para mí desde el momento en el cual la conocí—me explicó
girándose suavemente hacia mí.
Tenía una belleza poco común.
Aquellos ojos azules, tan intensos, hablaban de dolor y desasosiego,
pero también de un amor desatado como las llamas del infierno. Sus
cabellos negros, los cuales rozaban ligeramente su frente, eran una
selva arremolinada con vida propia. Era esbelto, vestía de forma
exquisita y parecía un joven empresario de rotundo éxito. Me di
cuenta que le amaba como hubiese amado a un hermano, pues sentía
unos deseos inmensos de protegerle y ofrecerle mis conocimiento. Pero
era imposible. Yo no era un buen maestro, salvo conmigo mismo. Todo
lo que había aprendido había sido por mis propios medios y explicar
a otros era muy difícil, nadie comprendía mi método y todos
terminaban recriminándome mis fallos.
—Podrías seguir contándome vuestra
historia—expliqué llevándome las manos a los bolsillos de mi
levita.
Mis botones de camafeos resplandecieron
en mitad de la noche, igual que mis ojos. Allí éramos dos almas
libres, dispuestas a escucharse, mientras el mundo se moría un poco
y volvía a la vida. Era un ciclo terrible. No muy lejos estaba su
viejo hogar, la casa que lo vio crecer. Habíamos salido tan sólo
unos minutos para que me mostrase éste lugar, el lugar donde se
refugiaba mientras se golpeaba con recuerdos y momentos que no había
vivido, ni viviría.
—Dime, ¿a quién has amado
tanto?—preguntó—. ¿Nicolas? ¿Louis? ¿Claudia? Cuéntame.
—Principalmente he amado a mi madre
desde que era un niño. Ella siempre fue muy severa conmigo, pues no
quería que fuese un soñador. Deseaba que viese la realidad en la
cual me movía, la que me encadenaba a un tormento tras otro—expliqué
meneando suavemente la cabeza—. Pero ella no es mala, hermanito.
Ella tiene una filosofía salvaje. Si no hubiese sido educado con
mano dura, estoy seguro, habría acabado muerto demasiado joven—dije
encogiéndome de hombros, para luego suspirar—. Nicolas fue mi
primer amor, pero Louis es el amor más grande he tenido. Claudia
siempre será mi hija, pese a todo el sufrimiento que me ha
ofrecido—me acerqué a él y lo estreché—. También te quiero a
ti, como he querido a David y a los demás amigos que han intervenido
en mi vida, implicándose con mis sueños y mi camino. Te quiero,
Tarquin, y quiero que sepas que me tienes aquí. Yo seré tu amigo,
tu consejero si lo deseas, aunque a veces sea un desastre.
Lestat de Lioncourt
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