—De nuevo la contemplas como si fuese
real, como si estuviese en ésta habitación. La imaginas frente a ti
luciendo sus hermosos vestidos, con sus preciosas botitas de charol y
sus encantadores rizos rozando sus mejillas sonrojadas. Ahí, frente
a ti, como si alguna vez te hubiese amado—decía mientras yo
imaginaba a mi pequeña, mi hija, mi Claudia. Ella estaba viva en mis
recuerdos y, en ocasiones, la veía frente a mí imaginándola como
en aquellos días donde su espíritu me acorraló.
—En mi corazón sigue
viviendo—contesté.
—Tus recuerdos, belleza—dijo con
cierta ternura.
—¿Puedes sentir mi dolor?—pregunté
cerrando los ojos, reclinándome hacia atrás y dejando que el
murmullo del silencio casi me volviese loco.
Odiaba cuando callaba. Lo sentía a mi
lado, pero detestaba que se callara. Me hacía sentir solo. Odiaba la
soledad mucho más que esos recuerdos que atenazaban mi corazón. Era
el culpable de demasiado sufrimiento, pero también de demasiados
éxitos. Amado y odiado a la vez, como tantos otros, pero maldito con
el conocimiento ilimitado del espíritu que me acompañaba. Era un
enemigo voraz y terrible, igual de terrible como lo fui al crearla a
ella.
—Mi mayor error fue Claudia—susurré.
—La amaste, le diste todo y eso es lo
que debe contar—respondió como si pudiese abrazarme con sus
palabras—. Sí, puedo sentir tu dolor.
Mi dolor era el suyo. Ahora formaba
parte de mí, del mismo modo que yo formaba parte de él. Podía
sentir su amor, como él sentía el mío.
—Si hubiese ocurrido ahora, hace tan
sólo unos años, quizás Fareed hubiese logrado un
milagro...—chasqueé la lengua y apreté las manos, cerrándolas
con fuerza, intentando no llorar.
—Deja las teorías para otros e
intenta encontrar la felicidad. Todavía no eres feliz—murmuró,
para luego echarse a reír—. Eso es lo que me gusta de ti. Eres un
eterno inconformista. Jamás serás feliz porque siempre te faltará
algo y eso te hará seguir vivo.
Lestat de Lioncourt
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