Lestat de Lioncourt
La primera vez que te tomé entre mis
brazos sentí por ti un amor inmenso. Diminuta, de mejillas cálidas
y ojos brillantes cargados de inocencia. Un amor que se convirtió en
peligroso y terrible, pues te amé tanto que decidí caer en el mayor
de mis pecados. Bebí de ti. Sacié mi sed contigo, pues el dolor era
terrible y la necesidad era imposible de callar. En mi mente las
palabras de Lestat repicaban como las campanas de las iglesias
llamando a misa. Te estrechaba con cariño, pero también con una
fuerza increíble.
Él apareció. Me vio cometer aquel
vulgar crimen lleno de desesperación y ansias. Se burló de mí, rió
hasta casi caer al suelo y me recordó que yo era un asesino, igual
que él. Detestaba que me comparara con su maldito encanto a la hora
de embaucar a pobres diablos, provocándoles la muerte más terrible
y tortuosa. Se deleitaba conquistando, matando y arrojando los
cadáveres en el puerto, pantano o callejón oscuro más cercano.
Entonces él cometió un acto más
horrible. Ni siquiera él sabe aún, hija mía, el motivo principal a
escoger. Fue por capricho, necesidad, amor y compasión. Capricho
porque sabía que estaba prohibido y quería romper las reglas que le
impuso Marius, de las cuales nunca supimos. Necesidad porque él
deseaba retenerme y tú eras el mejor ancla que había encontrado.
Amor, pues estoy seguro que te amó nada más verte. Compasión
porque todo huérfano de amor se compadece de otro.
Y ahora te he vuelto a ver. Te he
contemplado como si fueras un sueño. He podido ver de nuevo tus
rizos dorados y tu rostro infantil. No me has llamado como siempre,
sino como realmente deseaste hacerlo desde hace mucho. Me desprecias.
El odio que hay en tu alma es tan profundo que me provoca vértigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario