Estaba frente a un folio en blanco. Las
idas se agolpaban provocando que mi cerebro, por primera vez en mucho
tiempo, se sumergiera en un bloqueo. El murmullo de mis palabras, con
mi voz impertinente, se reproducía como un eco insufrible. Mis manos
temblaban sobre el borde de la mesa. La pluma, colocada ligeramente
inclinada sobre el papel, me llamaba con eróticos cantos de sirena.
Quería contarlo todo. Necesitaba que todos comprendieran mi
sufrimiento y mi deseo.
Me arrojé al papel pasados unos
minutos, tras suspirar largamente y enfocarme en el inicio de mi
historia. Así comencé a escribir mis canciones y bibliografía. Era
yo, el matalobos y padre de las mentiras, quien iba a confesarles a
todos la muerte de mi esperanza, el nacimiento del amor y mis
ideales. Era como ir a la iglesia, persignarte ante la imagen de un
Jesús moribundo, y arrodillarte ante el confesionario. Debías
susurrar cada palabra dándoles los detalles adecuados, para que el
sacerdote comprendiera cuan malo eras, en un alarde de fe. Escribir
es eso: un alarde de fe.
No tienes nada, pero aspiras a todo.
Quieres que te comprendan, lean y amen. Necesitas el amor del lector
y la comprensión de éste. No merece la pena un amor sin
comprensión. También quería remover el pasado, derribar muros
desde sus cimientos y abrir un camino nuevo. Quería que todos
supieran la verdad, porque callarla había sido el mayor de mis
errores. Pagué caro cada error, pero sobre todo no decirle la verdad
a Louis y Claudia. Si bien, no decir la verdad no significa mentir.
Yo tan sólo la oculté, hundiéndola en algún recóndito lugar de
mi alma, para que nadie supiese que yo era esclavo de un secreto
temible.
Las primeras noches escribía de forma
febril, pero las últimas fueron más relajadas. Caminaba por la
habitación en círculos, recordaba a Nicolas cada vez que tarareaba
alguna de mis canciones y sufría. Sí, sufría. Sufría porque
reconocía al fin lo laborioso de su trabajo, la terrible angustia y
soledad de un escritor y lo necesario que hubiese sido comprenderlo a
él. Todavía me persigue su imagen esbelta, con sus largos dedos
pellizcando las cuerdas de su instrumento mientras sonreía
amargamente. Podía verlo frente a mí y casi acariciarlo. Pedí
perdón mil veces al aire y continué escribiendo. Pensé en mi
madre, por supuesto, también en la muerte de Claudia y el rechazo
que sentía hacia Armand. Pero, sobre todo, pensaba en Louis y su
torva mirada verdácea que todavía me destruía el corazón. Marius,
Akasha y Enkil también eran pensamientos repetitivos. Mis canciones
eran para todos ellos, pero también para vampiros desconocidos y
mortales sin nombre.
Me convertí en un trovador de sueños,
realidades, verdades y codicia. Luego, con el tiempo, me transformé
en leyenda.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario