Lestat de Lioncourt
—Benedict—dije entrando en la
estancia.
Él estaba allí. Leía con fanatismo
absoluto sobre Dios. Escribía una larga parrafada sobre sus
creencias. Rezaba porque yo no le tentara todavía más. Se sentía
sucio, lleno de pecado, e intentaba controlar sus impulsos naturales.
Su belleza era incuestionable, pero detestaba ese aspecto de monje
iluminado y pobre.
No se giró. Prefirió ignorarme. Mis
pasos por la pequeña habitación era similares a los de una bestia
encerrada entre gruesos barrotes. El crucifijo sobre la pared parecía
querer caerse sobre mí, en un impulso innecesario y patético de
ahuyentar al maligno. Para él, joven y frágil, yo era un demonio
que le tentaba demasiado. Posiblemente mis palabras no eran más que
las frases idóneas que Lucifer ponía en mi lengua.
Me aproximé a él, colocando mis manos
sobre sus estrechos hombros. Su ropa áspera y gruesa, para soportar
el terrible infierno helado que se precipitaba por las montañas, la
sentí como si tocara el mismísimo paraíso. Pude notar bajo aquella
tela su esbelta e insinuante figura. Besé su mejilla derecha,
deslizando mi boca por su cuello y dejando mis manos sobre sus
muñecas. No quería que me apartara. Pronto escuché un jadeo y una
plegaria a Dios, pues deseaba que apartara el cáliz de la tentación.
—Ven conmigo—murmuré apoyándome
en el banco en el cual estaba sentado, tan frágil pero robusto,
mientras lo estrechaba por debajo de sus brazos. Había soltado sus
muñecas y sus manos se vieron libres para tocar el rosario que
colgaba de su cintura. Lloró en silencio mientras sus labios seguían
un rosario en latín. La virgen no lo escucharía, pero yo podía
leer su mente—. Nadie te salvará, pues no hay nadie que te salve.
Soy más viejo que tu religión, Benedict—dije antes que rompiese a
llorar.
Entonces, como un canalla, lo despojé
de sus prendas a jirones. Arrojé su cuerpo al suelo y besé sus
pezones cafés. Él ya no se retorcía para librarse de mí, como
hizo la noche anterior, sino que rezaba implorando la intervención
del altísimo. Sus piernas, casi sin vello y de tacto suave, quedaron
abiertas y entre ellas me colé. Mi miembro, con el cual no sentía
nada, estaba erecto y decidí darle uso.
Él no tardó en gemir, aunque primero
se mordió el labio inferior hasta provocarse una terrible herida.
Gimió suave, como si no quisiera escucharse, para luego jadear como
cualquier fulana de taberna y acabar murmurando mi nombre. Ya no
había rezos. No había salmos. No existían ángeles benditos. Sólo
estaba el infierno donde yo lo guarecía entre indecentes caricias,
mordiscos bruscos y terribles embestidas.
—Tu Dios pide que ames, Benedict, y
no hay forma de amar más pura que ésta—declaré.
Él lloraba, pero a la vez gozaba
aferrándose a mi túnica gruesa y oscura. Hasta ese momento tuve mi
rostro oculto por la capucha, la cual él echó hacia atrás. No dudó
en acariciar mi cabello, enredando sus finos y suaves manos entre las
hebras de éste, y en dejarse amar por mi mirada azul, tan apasionada
como la de muchos santos, que derrochaba amor y delirios hacia él.
Eyaculó manchando mis prendas, igual
que su vientre cerca de su ombligo. No dudé en lamer la base de su
sexo, morder ligeramente uno de sus testículos y deslizar mi lengua
por el glande. Él tembló como una hoja en una rama que estaba por
ceder al viento.
Su alma fue mía esa noche. Logré que
saliera del monasterio junto a mí y quedó bajo mi protección hasta
que su cabello creció. Siempre ha tenido el aspecto de un santo, de
un ángel, y yo lo he conservado, a veces a duras penas, a mi lado.
Benedict es mi delirio, mi amor, mi gran compañero y el único
creado que he amado de ésta forma.
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