Contemplaba su figura imaginando las
curvas que había bajo su ropa holgada, sucia y ajada por el paso del
tiempo y sus dichosas aventuras. Acababa de soltar su cabello,
provocando mayores ondas en cada mechón ya de por sí rizado, y
parecía un manto de gruesos hilos de trigo dorado. Tenía las
mejillas ligeramente sonrojadas y los ojos parecían llenos de vida,
una vida que yo le había ofrecido hacía demasiado tiempo. Parecía
una jovencita, sin arrugas algunas y sin demasiado sufrimiento
acumulado. Había tenido una buena vida desde que nos alejamos el uno
del otro. Una vida completa y salvaje; la vida de una mujer hecha así
misma, sin importarle nada más que viajar en contra de la corriente.
Estaba de pie frente a mí, como si
fuese una visión, en mitad de aquella sala repleta de amigos y
desconocidos que me adulaban. Todos decían amarme. Ella ya me había
advertido que algunos confundían la admiración con amor real, el
respeto con cariño y la pasión con euforia al conocer a su dichoso
héroe de entre los vampiros. Si bien, sabía que algunos allí me
apreciaban por mí mismo y no por el cargo, aventuras o
circunstancias que me rodeaban.
Noté que bajo su blusa, sucia y
descuidada, no había sujetador alguno. Sus pechos turgentes, tan
firmes como los de una quinceañera, se mostraban apetecibles. Quise
estirar mis manos, abrir los pocos botones que tenía, y apretar
éstos entre mis dedos. Su estrecha cintura realzaba sus caderas
ligeramente amplias, sus nalgas prietas y sus piernas torneadas. Un
escalofrío recorrió mi columna vertebral al recordar aquel día en
el cual, ella y yo, corrimos por París convirtiéndonos en hijos de
la oscuridad y el hurto. Vino a mí la imagen de sus eróticos
tobillos y sus piernas ágiles.
Nuestros ojos se cruzaron durante unos
instantes, tan breves como la caída de una estrella fugaz. Me sentí
incómodo, algo abochornado y confuso cuando ella se percató de mis
observaciones. Volvía a desearla como algo más que una madre, y por
ello huí. Sabía la respuesta que a veces me ofrecía y,
precisamente esa noche, no estaba dispuesto a ser rechazado por ella.
Salí al balcón y salté al jardín.
Entre rosales coloridos, igual que las plumas de un pavo real, y
diversas flores cuyo nombre desconocía, aunque siempre llevaba
conmigo sus aromas, sentí paz. Quería alejar mis pensamientos, pero
ella decidió no alejarse de mí. Me siguió por el sendero, podía
sentirla y escuchar su corazón bombeando a la par que el mío. Al
girarme la vi allí, con la camisa abierta y una sonrisa erótica en
sus labios.
Os prometo que jamás vi una criatura
más tentadora que ella, ni siquiera la propia Afrodita hubiese
tenido ese magnetismo y poder sobre los hombres, y sin duda lo sabía.
Conocía mis debilidades y mis deseos, pues estábamos conectados por
algo más que la sangre.
De inmediato me abalancé sobre ella,
despojándola de la camisa y llevando su pezón derecho a mi boca.
Decidí beber un par de gotas de sangre, al perforar su pecho con mis
dientes, y cuando me aparté, ligeramente satisfecho, ella se giró y
se marchó por donde vino. No la perseguí, como Apolo a Dafne,
porque sabía que no era el momento. Cuando ella lo quisiera vendría
a mí, me buscaría y dejaría que yaciéramos hasta el amanecer.
Lestat de Lioncourt
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