Lestat de Lioncourt
El mundo quedó en silencio.
Se sumió en un amanecer nuevo,
demasiado brillante para soportarlo, y mi cuerpo quedó relegado a
las pesadillas habituales. Allí, como si fuera el fin de los
tiempos, veía como te marchabas. Huías de mi amor. Te perdías en
medio de tu silencio y yo me hundía en los pantanos del dolor. El
oro, los diamantes y diversas piedras preciosas no valían nada. Ni
siquiera la seda, el lino y el hilo de plata de mis viejas prendas.
Nada. No merecían mi interés. Yo sólo buscaba la belleza de tus
sonrisas sinceras, la fragancia de tu cuerpo y el perfume de tus
palabras cargadas de la pasión de mil amapolas salvajes.
Tus huellas marcaron mi alma.
Guardé mis sueños en el cofre del
recuerdo, el cual abracé con ternura mientras me hundía en la
oscuridad. Asumí mi derrota, tu pérdida y miedo. Comprendí que
jamás nadie te había tratado con ternura, comprensión y pasión
desmedida. Yo, el príncipe que te seguí como un esclavo y te serví
como un mayordomo, acepté que tú te marcharas. No importaba quién
era, sino aquello que creyeras necesario.
Los sueños fueron sumándose.
La vida quedó atrás, el trino de las
aves fueron mis canciones de cuna y tus antiguos besos, tan palpables
aún sobre mis labios, las buenas noches necesarias.
Te amé por siempre. Te amé desde
siempre. Te amo todavía.
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