Lestat de Lioncourt
¿Qué ves cuando me miras? Observas a
un ángel caído del cielo, el cual ha llegado a recoger cada una de
tus lágrimas y dar fe de tus pesadillas. El mismo que te arropará
con sus alas, calmará tu dolor y besará tus mejillas. Un ser
celestial que te amará como Dios mismo y te hablará de las bondades
del Padre de todos. Esperas que rece por ti, por tu oscuro futuro y
el terrible pasado que cargas. Deseas que te perdone cada uno de tus
pecados, libere tus hombros del peso de tus mentiras o terribles
actos. Quieres ser fuerte junto a mí, que sea tu espada y la
sostenga contra tus enemigos. Eso deseas. Cuando me ves caminar hacia
ti, querido mortal, deseas que te ame como nunca te han amado y
despliegue mi generosidad. Lástima.
No soy un demonio, pero tampoco soy un
ángel. Soy lo peor que puedas imaginar. Me he convertido en la
espada de Damocles, en la justicia sin venda, en el monstruo del
laberinto que aprendió donde está el pliegue de cada muro y el
demonio más retorcido con el rostro más inmaculado. He venido hasta
ti, pero no para salvarte. Vengo con la condena entre mis manos
pequeñas y blancas. Salpicaré mi rostro con tu sangre, si deseo
arrancarte el corazón y beber directamente de éste su último
latido. Soy un vampiro, querido estúpido.
Vengo a matarte. Quiero tu alma podrida
y oscura. Los rezos no cuentan cuando los ángeles somos tan
terribles. Recuérdalo.
Los demonios también parecen niños
del coro y su concepto de justicia puede dejarte tuerto.
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