—¿Qué has aprendido?—preguntó
sentándose a mi lado.
Llevaba horas en el jardín
contemplando las estrellas. Aquí, en mi viejo castillo, parecía
estar en el fin del mundo. Un mundo que se reducía a unos cuantos
libros que retrataban la realidad que habíamos vivido, que yo había
querido contar, y que ahora pertenecía a una Tribu tan inmensa como
las estrellas.
—¿A qué te refieres?—respondí
girándome hacia él.
Él estaba allí con su túnica borgoña
y sus viejas sandalias. Había dejado atrás la pose de hombre de
negocios, los pantalones y chaquetas, porque se sentía cómodo en
sus viejas vestimentas. Sus cabellos dorados, tan similares a los
míos, caían sobre sus hombros. Tenía la frente ligeramente
fruncida y esperaba una respuesta más coherente, más de su agrado.
—A tu vida, a tus proezas, a las
caídas en desgracia y tropiezos que has tenido a lo largo de los
siglos—dijo inclinándose suavemente hacia mí.
—Que no importa lo que digan o digas,
lo importante es salir airoso y con la lección aprendida—contesté.
Acomodé mi levita abotonando cada
botón. Era aquella que tanto amaba, con sus botones de musas. Una
prenda especial para mí, casi tanto como la levita para Marius. Si
bien, tenía la extraña sensación que no me la había puesto en
siglos, pero sólo hacía algo menos de una década. Él me
observaba. Miraba mis largos dedos jugueteando con los botones, como
si fueran las patas de una raña, mientras yo esperaba que me
respondiera con aspereza o escasa templanza.
—Pues siempre pareces no aprender
nada ni apreciar el esfuerzo del resto para sobrevivir—respondió.
Me carcajeé. No pude hacer otra cosa
que carcajearme. Recordé cuántas veces había aprendido por mí
mismo, salido airoso por pura suerte o simplemente porque David me
había ayudado. Él me miró desconcertado.
—Aprecio el nulo apoyo que he tenido
a lo largo de los siglos, salvo dos excepciones—dije mirándole a
los ojos—. David y Mojo.
Aquello le enfureció, pero a mí me
divertía. Sabía que él me había salvado una vez en el Cairo,
cuando me enterré en las arenas. Allí debía estar aún el epitafio
que dejé al alma de Nicolas, aunque podía haberlo borrado el paso
del tiempo como tantas otras cosas.
—¡No seas insolente!—gritó
furioso.
Podía ver la ira reflejada en sus
ojos, pero eso no me detuvo.
—No soy insolente, Marius. Te estoy
diciendo la verdad—comenté incorporándome para dar un par de
pasos por el jardín.
—No es cierto—gruñó.
—Sólo me tomáis en serio ahora,
pero siempre me veis como un idiota—me giré suavemente hacia él y
sonreí—. Tú no eres tan distinto a los demás. Todos parecéis
ser perfectos y yo soy imperfecto. Sin embargo, yo soy perfecto con
todos mis terribles defectos. He aceptado mis debilidades y las he
fortificado. Mis caídas, mis derrotas, mis lágrimas, mis mentiras y
mi sufrimiento han tenido respuesta.
—Yo te quiero, Lestat—dijo sin
moverse de aquel banco de piedra.
—Lo sé. Yo también te quiero,
Marius—respondí—. Pero acepta ésta verdad, por favor.
Lestat de Lioncourt
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