No estaba solo, pero hacía horas que
Amel no parloteaba. Extrañaba su voz seduciéndome para hablar de
cualquier tema. Quería que hiciera girar el mundo mientras me
hablaba de tiempos que ya habían muerto. Deseaba más de nuestras
conversaciones, pero siempre se apagaban cuando más lo disfrutaba.
Él me hablaba de las primeras noches de mis días, así como las
suyas. Conversar eternamente con él estaba siendo delicioso.
Con él recordaba los hermosos días en
los cuales brincaba en mitad del teatro, abriendo mis brazos y
disfrutando de la vida como si fuese a morir al día siguiente. Los
aplausos, los murmullos y los vitoreos. Extrañaba esos deliciosos
momentos en los cuales yo era el rey de mundo, aunque fuese de uno
pequeño y miserable. Apenas tenía nada que llevarme a la boca, pero
él me recordaba vital del mismo modo que lo recordaba Magnus. Él me
ayudaba a recordar incluso los extraños encantos de Nicolas, su
cuerpo retorciéndose mientras los gemidos del violín se alzaba
hasta el techo.
Noches atrás habíamos hablado de mi
madre. Ella había aparecido en la puerta del castillo, montada en un
caballo sin montura. Sus cabellos estaban sueltos y revueltos, sus
pechos turgentes se podían vislumbrar bajo su fina camisa de algodón
blanco, y sus pantalones estaban manchados. Las botas de montura, las
cuales parecían haber tenido un uso excesivo, no eran de su talla.
Parecía una chiquilla perdida entrando en la boca del lobo. Había
decidido quedarse por los alrededores, pero se negaba a entrar en mi
fortaleza. Eran demasiado fuertes los recuerdos como para asumirlos.
—Búscala—dijo de improvisto Amel—.
Búscala, te está esperando. Desea verte—murmuró parándose en
cada palabra con un encanto distinto, pero igual de seductor que
siempre—. Hazlo, pues lo deseas.
—Sí, lo deseo—estaba de pie en la
capilla de mi castillo. Observaba las hermosas vidrieras mientras se
iluminaban con los numerosos relámpagos.
Fuera la lluvia era torrencial. El
castillo parecía derruirse piedra a piedra. La humedad era terrible.
Mis ojos se cerraron un instante olfateando la tierra mojada y
disfrutando del momento como cuando era niño. Entonces, como si Amel
me poseyera aunque era mi instinto, salí corriendo por las escaleras
hasta el pasillo principal, huí hasta mi habitación y perforé mi
piel con las inyecciones de Seth. No tomé sólo una, sino varias.
Guardé algunas en mi levita roja, con esos hermosos botones dorados,
para salir a su encuentro lanzándome desde la ventana.
Caí en mitad de mi jardín, entre las
hermosas rosas cargadas de espinas, elegantes hortensias, vivos
claveles y diversas amapolas que había logrado plantar aunque eran
flores que nacían en libertad. El aroma era delicioso y aumentado
por las lluvias, que las salpicaba y expandía su aroma con las
sutiles ráfagas de aire. Mis cabellos rápidamente se empaparon,
como mi ropa, y mis botas quedaron cubiertas de lodo. No dudé en
echar a correr precipitadamente hasta el interior del bosque.
Entre castaños, robles y cedros se
encontraba ella. Estaba allí de pie con los brazos abiertos,
disfrutando de la lluvia. Giraba suavemente sobre sí misma, dejando
que sus cabellos se lavaran con cada gota, y su rostro parecía
encendido. Había bebido sangre hacía menos de una hora. Su cuerpo
se dibujaba fácilmente bajo sus ropas empapadas. Tenía los pezones
rozados duros y levantaba ligeramente una arruga en su camisa.
Cantaba bajo, pero al descubrirme paró. En ese momento, tan
especial, me miró ligeramente preocupada al saberse presa fácil.
Corrí hacia ella, como cuando era un
niño y quería su protección. Sentía frío, pero ella me
calentaba. Hacía que ardiera de una forma extraña. No era sólo el
delicioso veneno de testosterona que cabalgaba por mis venas, sino la
belleza libre y poderosa que poseía. Quiso apartarse, pero quedó
acorralada contra el grueso tronco de un roble retorcido. Y, aunque
deseó impedirlo, clavé en ella un par de agujas.
—¿Recuerdas cuando querías ser
agasajada por aquel grupo de borrachos de la taberna?—pregunté
cerca de sus labios—. Hoy lo haré yo, haré que gimas como tanto
deseabas.
Sus ojos parecían llenos de deseo y
necesidad, lo cual pude comprobar al notar su mano derecha sobre mi
bragueta. Percibí sus dedos apretar mi miembro endurecido. Sus
labios se abrieron mientras su cabeza se echaba hacia atrás, contra
el tronco, mientras mis manos abrían a la fuerza, rompiendo cada
botón, su camisa. Sus pechos temblaron contra mi chaqueta y mis
dedos pellizcaron ambos pezones. Pude notar el cierre bajarse, su
mano introducirse entre mi ropa interior y como ésta sacó mi pene.
En segundos estaba arrodillada lamiendo
mi glande con una mirada seductora. Sus labios apretaban ligeramente
la punta, acariciaban el meatro con la punta de la lengua y me
acariciaba perversa los testículos. La lluvia seguía cayendo con
fuerza, aunque los relámpagos ya no se daban. Sus caricias eran
dulce locura. Comenzó a devorarme engullendo todo mi porte, para
luego dejar suaves besos sobre la base de éste. La lengua dibujaba
sinuosos caminos. Mis manos desabrochaban mi pantalón y lo tiraba
hasta mis tobillos, para luego arrancarme la chaqueta y camisa.
Cuando estuve desnudo, mientras ella seguía enredada con aquel juego
de lujuria, placer y seducción, decidí agarrarla de su alborotado
pelo húmedo y la ayudé a engullir todo mi sexo.
Si bien, me cansé de ese momento tan
especial. Me obligué a mí mismo a disfrutar de otro modo y hacerla
gozar como ningún hombre sabía hacerlo. La levanté de entre la
hojarasca, la desnudé rompiendo el resto de su ropa, y la coloqué
de espaldas a mí. No dudé en abrir sus piernas y penetrarla. Su
vagina era cálida y húmeda, podía notar lo estrecha que se
encontraba, y lo deliciosa que podía llegar a ser. Dejé de pensar
que era mi madre, pues para mí era mi compañera. Ella me amaba como
nadie podía amarme y yo la amaba, codiciaba y necesitaba como nadie
lo haría.
Cada estocada era fuerte y terrible.
Mis manos acariciaban sus costados, apretaban sus pechos y mordía su
nuca. Sus piernas temblaron y las mías cada vez eran más firmes. El
agua no dejaba de caer mezclándose con nuestro sudor sanguinolento.
Podía escuchar los lobos aullar a lo lejos, así como escuchar los
pasos de animales pequeños a nuestro alrededor. Las aves nocturnas
parecían refugiarse en árboles cercanos, como si nosotros no
importáramos, mientras sus gemidos eran cada vez más fuertes. Nos
habíamos rendido a la lujuria.
Su cintura, tan pequeña, era
deliciosa. No dudé en aferrarme a sus caderas ligeramente anchas,
mientras sus manos se clavaban en el tronco del árbol. Mi cuerpo
cubría parte de su figura, mi torso golpeaba su espalda y podía
hundir mi rostro en su cuello besándola lentamente. Confieso que
nunca había disfrutado tanto del sexo como aquella noche.
Cuando acabé, dentro de ella y con un
delicioso rugido, ella ya lo había hecho. Decidió apartarse con las
piernas temblorosas, me miró con deseo y rabia a la vez. Me subí a
duras penas los pantalones mientras reía satisfecho. Quería
marcharse, pero yo era un cazador adicto a ella. Acabé por
acapararla y llevarla al castillo entre mis brazos. La mañana iba a
alcanzarnos, pero el cielo seguía oscuro y terrible. Los rayos
volvieron, el murmullo grotesco del trueno agitaba el silencio
insólito de la noche, y la lluvia no cesaba.
Aquella mañana se durmió temblando
entre mis brazos, en mi lecho, mientras disfrutaba de lo prohibido.
Había logrado el castillo de mi padre, su título y su mujer. Era el
Príncipe de los Vampiros y el Edipo más terrible.
Lestat de Lioncourt
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