Lestat de Lioncourt
“Recuerdo el llanto de su violín
cada noche. Tengo presente las conversaciones que nos dedicamos como
si hubiesen ocurrido ayer mismo. Es complejo recordar tan bien
algunos hechos, y otros enterrarlos en el olvido como si nunca
hubiesen ocurrido. Quizás tengo memoria selectiva o tal vez es Amel
que juega con mi mente provocando que los fantasmas aparezcan, se
paseen frente a mí y compartan conmigo viejos secretos. Aquí,
sentado frente al fuego, me pregunto si sufrió en sus últimos
momentos y reescribo la historia mil veces, paso por paso, volviendo
a París para aferrarme a él antes de su juicio final. Se convirtió
en cenizas, humo y astillas de violín bajo los pies de unos reyes de
mármol, poder y eternidad.
Se marchó sin despedirse realmente.
Tan sólo dejó un legado que terminó como él, en las llamas, en
mitad de una noche fría y turbia. Sus obras no se reescribieron más,
ni se representaron ante mis ojos, pero fueron las tortuosas
maravillas que Louis pudo observar aquel día junto a nuestra
pequeña. Hablaban de sueños, miedo, inocencia perdida, muerte,
destrucción, caos en un infierno de adoquines y estrellas vacías,
bohemios sentimientos sobre política, la danza macabra de los ríos
de almas, codicia, piedad infame, enfermedades atroces, marionetas
hechas de sueños imposibles y príncipes vendidos a su destino.
Hablaban de él, del páramo oscuro donde se encontraba como un
cuervo graznando, y de mí. Sobre todo hablaban del vacío oscuro que
había dejado en su pequeño, el cual fue engullendo a su alma llena
de matices y luz propia. Se creía oscuro, perverso, villano de
villanos y sólo era un pobre diablo intentando seguir soñando.
Si pudiese alcanzar un minuto de paz,
con el certero conocimiento de su libertad y su felicidad allá donde
se encuentre su condenada alma, sería feliz. Sin embargo, sé que
sufre. Un ser sensible, pero lleno de heridas, no puede ser feliz en
mitad de la oscuridad cegadora ansiando, posiblemente, un candil para
seguir el camino que creyó desear abandonar. Me pregunto si en algún
momento podré cruzarme con su fantasma, con el ser que ahora es, y
abrazarlo del mismo modo que lo he hecho con otros vampiros que han
conseguido un cuerpo creado con poder, luz y tiempo. Él era mi
violinista, el violinista que creé con cada caricia salvaje y
destructivo beso. Me convertí en su verdugo, fui quien apiló los
troncos y encendió la hoguera aunque me encontrara en el Cairo.
Todavía parte de mí lo ama. Aún hay
un trozo de mi alma que ansía reconciliarse con la suya.”
El papel se hallaba entre sus delgados
y largos dedos. Sus viejas uñas largas, perfectas para tocar el
violín únicamente con sus manos desnudas, acariciaban la hoja
arrugada de letra cursiva y elegante. Era la letra de Lestat. Una
letra hermosa, llena de misterio y pasión. Cuando lo conoció no
sabía leer, escribir o hacer una cuenta sencilla. Sin embargo,
quería ser actor y discutir sobre política, religión y toda la
filosofía que pudiese admitir su alma. Codiciaba saber y él
codiciaba a Lestat. Amó a ese estúpido noble arruinado, el cual se
paseaba por el pueblo con sus piezas de caza al hombro y sonriendo
eufórico hasta la taberna, hasta el fin de sus días. Pero, sus días
no tenían fin. Aún lo amaba, del mismo modo que lo aborrecía y lo
odiaba.
—Lestat, Lestat... ¿no creaste a ese
pánfilo porque te recordaba a ti? ¿No fuiste mecenas de un pianista
arruinado y desheredado de toda su fortuna? Ah... pequeño mío...
¡Tan bonito, idiota e iluso como siempre!—dijo tirando el papel al
suelo, para luego caminar por la habitación observando los libros
colocados con dedicación en cada estantería, las hermosas
esculturas y el cómodo diván, así como el hermoso escritorio de
roble con patas de león. Lo observaba deleitándose con la belleza
de las cortinas, las vidrieras y todo lo que allí había. Respiró
profundamente y se desvaneció suavemente.
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