A veces uno sale a la calle sin
esperanzas de encontrar algo que te emocione, llame tu atención y
provoque que tu corazón lata como nunca. Llevaba años sintiéndome
solo. La soledad es terrible y, en ocasiones, no se puede espantar
con facilidad. Puedes sentirte solo en mitad de una reunión de
amigos, vacío en mitad de una cama rodeado de mujeres que acarician
tu pecho y te adulan, humillado ante los aplausos del gentío y
olvidado pese a tener el reconocimiento de aquellos que dicen amarte.
He descubierto muchos tipos de soledad a lo largo de los siglos. Una
soledad aguda y que se convierte en daga que atraviesa mi corazón,
enterrándose hasta el puño, mientras siento que pierdo el
conocimiento y el aliento.
Por aquellas fechas, cuando había
abandonado Europa y me adentraba por las tierras salvajes del nuevo
mundo, descubrí una soledad aún más terrible y aciaga. Descubrí
la soledad de ser extranjero en un mundo de rostros ligeramente
conocidos, con un acento similar y unas ideas mucho más perversas
que las mías. En sus almas podía leer la frialdad del dinero, la
pasión por la carne y el desprecio por lo distinto. Siempre he
tenido un deseo insaciable, por no decir terrible, de conocer nuevas
experiencias e información.
Una noche recorría los barrios
cercanos al puerto, donde los tugurios eran horribles y los marineros
brindaban con las rameras más baratas. Allí, entre la multitud de
almas en descomposición, encontré la mirada torva de un joven
acaudalado que despreciaba el dinero, su suerte, la vida misma y su
belleza. Reconocí a mi viejo amante Nicolas en él. Nicolas siempre
despreció su talento, sus dotes, el dinero que una vez tuvo y todo
lo que pudo haber sido. Nunca tuvo una motivación real. Aquel
muchacho, con unos años más de los que Nicolas y yo disfrutamos
como humanos, desprendía un aroma a ron barato, perfume de zorra
bien adiestrada y sudor.
Él había estado allí toda la noche,
como cada día al atardecer, jugándose la fortuna que le había
concedido su difunto padre. Podía ver en él el rostro de su hermano
mientras se precipitaba por la vidriera, así como esos ojos azules
tan similares a los míos y su cabello rubio hondeando al viento
antes del impacto. Un impacto que me ensordecía. Era una imagen que
le retorcía y contagiaba con dolor, miseria y ruindad. Despreciaba
todo lo que era y fue. Él amaba a su hermano más que así mismo,
pensaba que era el ideal de hombre que nunca llegaría a ser y
disfrutaba llorando frente a su tumba.
Vigilé sus pasos y a la puta que
llevaba colgada del brazo. Cuando salieron no me despegué de ellos,
fui su sombra, y cuando pude alcanzarlos vi como el chulo que nos
acompañaba, pensando que era el único que espiaba a la pareja, se
abalanzaba sobre él. Si bien, yo fui quien salió ganando con dos
víctimas entre mis colmillos y él en mis brazos.
¡Oh! ¡Qué magnífica sensación de
triunfo! La soledad se había evaporado por unos instantes. Sólo
existía sus ojos verdes encolerizados y atemorizados. Sus labios
carnosos parecían que iban a gritar, pero los callé al morder su
cuello y dejarlo inconsciente. ¡Ah! ¡Qué hermoso! Era fabuloso
poder sentir su peso junto al mío, como se retorcía dulcemente
entre mis brazos y finalmente se abandonaba esperando la muerte. Una
muerte que no vino, sino que finalmente, noches más tarde, sería
eternidad.
Cuando estoy en su compañía, aún
hoy, no me siento solo. Rememoro cada recuerdo, me apoyo en su hombro
y tomo sus manos entre las mías. Me gusta jugar con esos largos
dedos de marfil y pensar en las correrías que hemos hecho ambos.
Conversamos, maldecimos, peleamos hasta lo indecible y después nos
estrechamos mientras nos besamos desesperados. Somos las dos caras de
una misma moneda. Él es mi antagonista y el único que ha logrado
tocar tanto mi corazón. Él, Claudia y mi madre son sin duda mis
creaciones más preciadas desde que tengo memoria, aunque ahora en
éste círculo estrecho está Rose y Viktor. Rose es mi rosa de
sangre, mi hija, y la niña que crié como si fuese mi sobrina
dándole todo. Viktor es sangre de mi sangre, es un Lioncourt de pies
a cabeza, y es sin duda mi orgullo. Sin embargo, no me siento solo ya
gracias a Amel, aunque necesito urgentemente estar codo con codo con
mi mártir, mi filósofo... mi Louis. ¡Y por supuesto saber dónde
está mi madre! Ella siempre aparece y desaparece.
Doy gracias al destino por habernos
unido a Louis y a mí. Nada hubiese sido lo mismo sin él. Ustedes no
sabrían de mí, de nosotros, y éste telón jamás se habría alzado
dejando nuestra historia en un cofre dorado cuya utilidad sería
imposible de averiguar.
Lestat de Lioncourt
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