Lestat de Lioncourt
—¿Qué has hecho?—preguntó
acusándome con su mirada.
Me encontraba descansando en mi trono,
cubierto tan sólo con una suave y fresca túnica. El calor era
insoportable en aquel lugar, pero se agradecía cuando lejos de
nuestras paredes, más allá de ésta grieta oscura, el frío
atenazaba y se adhería a los huesos. Él interrumpió abriendo una
brecha en el silencio, haciendo sonar sus botas sobre el suelo de
mármol y quedando allí, frente a mí, con el violín entre sus
brazos delgados.
Juro que jamás he visto algo tan
hermoso e imperfecto en mi, mal nombrado, reino. Comprendía
perfectamente porque Lestat se había fijado en él. Sus cabellos
castaños caían sobre su frente y sus hombros desnudos. Sólo
llevaba un pantalón ajustado de cuero negro y esas botas,
ligeramente puntiagudas, que tanto le gustaba por el sonido que
transmitía a sus pisadas. Delirio era mirarle a los ojos, esos ojos
castaños que vociferaban como si fueran dos volcanes a punto de
entrar en erupción, o fijarse en su boca carnosa, símbolo y
protectora del pecado de su lengua puntiaguda.
—Nada—dije acariciando, con mis
dedos largos y frívolos, los regazos de mi trono de oro.
—Tramas algo... —contestó
estrechando con desesperación su violín—. Muchos hablan de
mentiras en tu reino. También de cientos que han decidido marcharse
lejos, junto a los vivos, y allí perduran con un cuerpo de luz.
Igual que los ángeles.
—¿Y tú te crees esas mentiras,
Nicolas?—pregunté levantándome para ir hacia él.
Su alma se retorcía. Tenía un cuerpo
creado con energía, como el mío, el cual poseía toda la belleza
que en su momento Lestat contempló. Cada trozo de él era perfecto.
Mi mejor criatura, mi monstruoso violinista del Diablo, que se
paseaba por mis infiernos, mis hermosos dominios, como una furcia
arrastrando lujuria y levantando el pecado de debajo de las
alfombras. Agitaba a todos con la melodía de su violín, provocando
que el deseo se encendiera y muchos se agitaran como jamás lo habían
hecho.
—Sé mucho de teatro, por lo tanto
puedo pensar que soy una marioneta—susurró, aunque fueron palabras
firmes.
Con elegante cuidado caminé hacia él,
lo tomé del rostro y acaricié sus pómulos marcados. Me incliné
ligeramente sobre él, pasé mi lengua por la comisura derecha de sus
labios y acabé, con un camino serpenteante, en la izquierda. Él
tembló bajando los párpados y entreabrió su boca. Mis dedos se
deslizaron hasta su pecho y apretaron sus pezones, mientras mi lengua
se atrevía a controlar la suya.
Paré aquel beso cuando lo noté dócil,
como un cachorro, para luego pegar mis labios a una de sus orejas y
susurrarle suavemente versos prohibidos, llenos de significado para
él y para mí, en una lengua que pocos reconocían ya, y que él
había aprendido gracias a mí.
“Tú, lujuria y deseo, repararás
conmigo como serpiente en el Edén y darás de comer la manzana a
todo aquel que la codicie. Abrirás tus piernas para mí, caerás en
las ascuas del infierno y no te quemarás. Porque tú, querido mío,
eres un demonio intoxicado con mi amor y pecado.”
Después, como si hubiese apagado la
llama de una revolución, me giré triunfante y me recosté en mi
trono. Acto seguido él se tumbó a mis pies completamente dominado,
como si fuese mi perro guardián esperando una orden directa y cruel
para atacar.
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