Marius ha hecho acopio de todas sus fuerzas para recordar algunos sentimientos que creía olvidados. Ahora, tras lo ocurrido con Amel, parecen haber surgido como un terrible grito en mitad del silencio.
Lestat de Lioncourt
Podía contemplarla durante horas y no
perder la concentración. Admiraba aquella figura erguida, como una
diosa, en aquel trono hecho a medida para su delicado cuerpo. Sus
turgentes senos, sus labios carnosos, sus ojos fríos y profundos,
aguardaban ser besados y acariciados. Parecía de mármol, pero no
era más que una criatura que no deseaba despertar de un sueño al
que se había entregado muchos años antes de conocernos.
Sus largos cabellos negros caían sobre
sus hombros, los mismos que yo cepillaba cada anochecer. Lavaba su
cuerpo con agua perfumada, vestía su desnudez con cuidado y
engalanaba su figura con joyas muy valiosas. Tenía la piel bronceada
por el sol del desierto, al cual fue expuesta, y le ofrecía un color
ligeramente natural. Maquillaba sus ojos, embellecía sus pómulos
con un poco de rubor y colocaba apliques en su cabello para
mantenerlo despejado de su rostro.
La amaba. Simplemente la amaba. Era un
sentimiento incondicional que me ardía en el pecho. La sangre
golpeaba fuertemente en mis venas, recorriendo cada parte de mi ser,
para estallar en mis sienes. Llegaba inclusive a dolerme el cuerpo
cuando la contemplaba con tanta concentración, olvidándome incluso
de saciar mi sed, pues ella era hermosa sin lugar a dudas.
También estaba él. Al lado de Madre
estaba Padre. Él lucía ropas más simples a la hora de vestir, pero
igualmente dedicaba algunas horas al cuidado de sus cabellos,
limpieza y joyas. Los brazaletes que cubrían sus muñecas, así como
brazos, eran hermosos y poseían los símbolos del Antiguo Imperio de
Egipto.
Me arrodillaba frente a ellos y oraba
por mí, por los demás vampiros de éste aciago mundo y porque ellos
me escucharan para que tomaran conciencia. Los necesitábamos. Creía
que si ellos se alzaban, los vampiros de la Secta de la Serpiente
cambiarían de parecer y no tendría que seguir levantando mi espada
en contra de mis iguales. No era un hombre de lucha, sino un literato
y un amante de la historia. Deseaba dejar de luchar en vano con
aquellos que creían tener el poder en las sombras, pero sólo eran
niños creyendo fábulas de dioses falsos y mezquinos.
Viajé a cientos de lugares y en todos
ellos, donde me instalaba, buscaba un lugar seguro para mis amados
Padres. En ocasiones no podía trasladarlos, por lo tanto tenía que
estar viajando para rendir culto y dedicación. Sin duda alguna la
época moderna fue la más cómoda para ellos y para mí. Pude
llevarlos a un lugar seguro, donde nadie nos molestaría, y de una
forma cómoda e inocua para los tres. Allí, bajo aquel palacio
helado, los mantuve conectados al mundo exterior.
Fui un ingenuo. Un tonto. Reconozco que
fui demasiado estúpido para no darme cuenta. Madre no era como yo
imaginaba. Ella era una mujer ambiciosa, la cual poseía unas ideas
descabelladas y absurdas. Era terrible y temible. Padre sólo era un
objeto decorativo que decidió eliminar, convirtiéndolo en un envase
delicado que se rompía con sólo mirarlo. No tuve tiempo para llorar
mi ingenuidad, mi corazón roto y mi torpeza. La música de Lestat se
alzaba por todo el recinto proclamando la verdad, dilapidando el
secretismo y el silencio que yo le había impuesto, provocando que
ella se alzara contra mí llamándome estúpido, hiriéndome y
logrando que todo lo que había hecho, absolutamente todo, se
convirtiera en escombros bajo las congeladas aguas.
“La Bella Durmiente debe alzarse y
caminar sobre pétalos de sangre.
Quiero que venga junto a mí, me sonría
perversa y susurre otra vez su nombre.
¡Ella me dijo que se llamaba Akasha!
¡Me pidió que la recordara!
Yo abrí mis brazos hacia el techo
pintados con lirios y acepté que me amara.
He venido aquí, junto a vosotros, para
pedir que abra sus ojos.
He venido aquí, para explicaros, que
no hay verdad más pura que su poder.
¡MADRE LEVÁNTATE! ¡PADRE ACOMPÁÑALA!
¡GUARDIÁN, NO LA APARTES DE MÍ!
¡DÉJANOS CONTEMPLARLA!”
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