Noté la música rugiendo en las
calles, junto al motor de las pesadas harleys, y quise salir. Podía
escuchar el bullicio de miles de almas buscando un guía, la luz
dentro de la oscuridad, y yo poseía esa luz. Tenía una verdad que
contar y ahí fuera, lejos de mi encierro, yacían nuevos sueños que
conquistar, metas que alcanzar y sangre que saborear. Mis largos y
huesudos dedos escarbaron hacia la superficie, los animales que
fueron apareciendo saciaron ligeramente mi sed, y al surgir me sentí
más fuerte e invencible.
Dije adiós a la pesadilla, las
heridas, las cicatrices, el dolor, el humo, las mentiras y el
silencio. Saludé al asfalto, los altos edificios, las luces de neón
que brillaban más que el sol mismo y recorrí las calles buscando
víctimas como un gato cerca de una alcantarilla. Me deslicé por las
sombras y robé vidas, tantas como pude, para luego contemplarme en
uno de los espejos de los vehículos apilados en la acera aledaña a
mi propiedad. Hermoso, volvía a ser hermoso. Di la bienvenida a todo
lo que amaba y reí. Creo que me jacté de nuevo del destino y dejé
que mis oídos prestaran atención.
¡Música! Maldita y entregada al caos,
desprovista de creencia alguna más allá del triunfo y la gloria
temprana, que tanto me apasionó. Era la recompensa a años de
silencio. Corrí por las calles y llegué hasta un grupo de mortales.
Ellos no creían lo que veían ni creyeron mi historia, pero
aceptaron mi dinero y talento.
El rock me despertó, me trajo la savia
nueva, y me llevó al límite del placer. ¡Cuánto le debo a esa
música del demonio! Porque gracias a ella me hice guía de almas,
comunicador de escéptico y desperté a la Bella Durmiente. Aquello
que hoy somos es gracias a mi descubrimiento, que en realidad fue la
canción de cuna que terminó dándome las energías necesarias para
aullar en un escenario... ¡Casi dos siglos después!
Lestat de Lioncourt
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