Lestat de Lioncourt
Sabía donde se encontraba. Buscaba el
consuelo de sus brazos cálidos y firmes. Necesitaba hundirme en sus
ojos azules, penetrantes y apasionados, que se desvivían por las
sinuosas líneas de algún libro profano, malsano para muchos,
indecente inclusive o simplemente estrafalario. Él leía cualquier
libro, pero sobre todo libros extraños que nadie parecía apreciar.
No era el típico lector, yo tampoco lo era. Me había desvivido
durante algunos años en encontrar ejemplares únicos, a veces solo y
a veces en su compañía, por los diversos puestos ambulantes en
mercadillos, librerías consumidas por el polvo y la humedad,
bibliotecas de todo el mundo y fastuosos edificios modernos que
parecían haber perdido el alma de cada uno de sus empleados. Él era
mi consuelo. Me veía reflejado en su pasión, esa droga dulce
llamada literatura, y me conmovía la forma en la cual recitaba.
Había sido creado para el deleite y la compañía, para el consuelo
y el ánimo.
Recorrí los largos pasillos
enmoquetados, observé de reojo las diversas pinturas de óleo que
colgaban en las paredes y las numerosas estatuillas. Gregory tendía
la mano al arte, al coleccionismo, y la belleza sin igual de algunas
piezas únicas. Él nos había juntado bajo un glorioso edificio en
Suiza, un lugar espléndido pero algo húmedo y frío. Mis pasos se
precipitaron cuando alcancé la puerta de la biblioteca y lo vi
recostado sobre aquel diván, de color rojizo y de robustas patas de
león recubiertas de pan de oro.
Era hermoso. Sus cabellos castaños,
con reflejos dorados, caían ligeramente sobre la pieza. Tenía el
torso desnudo y las piernas sólo estaban cubiertas por unos calzones
al más puro de la Roma clásica. Las sandalias estaban tiradas a un
lado de la habitación y sus pies desnudos, perfectos y similares,
parecían haber sido siempre así. Aquella pierna era una maravilla
de la genética, de la ciencia, de la medicina y de las manos de
Fareed.
Sabía que me había escuchado entrar,
incluso sentido el corazón mientras recorría todo el edificio
buscándolo, pero no desvió la atención de su libro. Sólo empezó
a recitar el poema en voz alta y eso me extasió. Sus labios carnosos
se movían suavemente, con una cadencia distinta, mientras sus ojos
parecían alborotarse como las llamas de la chimenea que ya estaba
encendida. Cálida la estancia y cálido él, pues parecía haber
ingerido algo de sangre hacía sólo unas horas.
Me acerqué sentándome a su lado,
justo al otro costado del diván, para colocar mi tosca mano derecha
debajo de su prenda. Él echó la cabeza hacia atrás y permitió que
contemplara su cuello largo, delicado y atractivo. Besé su nuez de
adán, igual que su hombro izquierdo, para luego deslizar mi lengua
cerca la de la comisura de sus labios. Mi dedo índice se hundió en
su entrada y él abrió sus piernas para que gozara del calor que
emitía su cuerpo. Me miró con los ojos entreabiertos y siguió
recitando su poema, pero libro había caído de sus manos
precipitándose contra la moqueta.
Había ingerido sangre mezclada con una
fuerte dosis de la droga excitante de Fareed, esas deliciosas
hormonas que provocaban que entráramos en un estado de deseo similar
al que habíamos tenido siendo humanos, y decidí compartirla. Mordí
mi lengua y le ofrecí mi sangre, pastosa y concentrada llena de
testosterona, que provocó un rápido efecto en él. Su lengua se
pegó a la mía luchando como si fuese una mordaz espada. Por mi
parte, y con cierta violencia, le arrebataba el calzón
convirtiéndolo en jirones. Yo, loco de deseo, había ido a buscarlo
desnudo y entregado. Mi dedo, por lo tanto, dejó paso a mi miembro y
mis brazos rodearon su estrecho cuerpo pegando su espalda, mucho más
pequeña que mi torso, contra mí.
Gemía con los ojos cerrados, pero con
los labios carnosos y húmedos bien abiertos. No se contenía en
gritar aullando mi nombre, rogándome que rompiera el silencio de
aquella biblioteca con mis gruñidos y delirios. Mi boca besaba con
ansias su cuello, mordía la cruz de su espalda y rozaba sus hombros.
Mis cabellos se pegaban en mi frente, del mismo modo que los suyos en
la propia. Los movimientos de mis caderas eran firmes, toscos y
violentos, pero él parecía delirar con cada uno de ellos. Era la
primera vez que teníamos un encuentro como ese, pero sabía que no
sería el último.
—Déjame a mí... darte placer como
nunca te lo han dado...—susurró jadeante.
Salí de él y le observé
incorporarse, para luego ayudarme a colocarme sobre el diván. Una
vez mi cabeza reposaba en el mueble, y mi espalda estaba
completamente firme sobre éste, él se colocó sobre mí comenzando
a montarme como si fuese un caballo salvaje. Su cabeza cayó hacia
atrás, pero mis manos se pegaron a su torso reptando hasta sus
pezones, los cuales pellizqué con furia, para bajar hasta sus
caderas y ayudarle con el balanceo atroz que él me ofrecía.
—Flavius...—murmuré su nombre.
—Dulce guerrero... hazme el amor como
a las esclavas... dirige tu espada contra el centro de mi universo y
hazme callar en lamentos de placer—jadeó moviendo suavemente sus
caderas, como si ni siquiera moviera su figura, para luego trotar con
furia perversa. Se detuvo al notar, con cierto orgullo, que me
derramaba en su interior—. Dame la leche de tu ánfora y sacia mi
sed. Haz que éste locuaz termine convertido en tonto por el amor de
las musas, Venus y tus ojos oscuros—susurró, moviéndose
suavemente, y dejaba que mis manos lo masturbaran. Apreté sus
testículos con la zurda, mientras con la diestra jalaba de su sexo.
Apreté su glande con cierta fuerza y él se dejó llevar.
Allí, sobre mí, trifuante y perverso,
lo vi sonreír como lo haría una mujer satisfecha y un guerrero
victorioso. Me incorporé mientras tiraba de él, agarrándolo de la
nuca con la mano izquierda, y lo besé. Sabía que era mío. Era el
primer amante que lograba doblegarlo y doblegarme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario