Lestat de Lioncourt
El amor que te profeso es tierno y
sincero, secreto cruel que anida en mi corazón, y se hunde hasta
envenenar cada músculo de mi débil alma. He caído en el infierno y
he conocido al ángel que allí reside, me ha sonreído y me he
dejado enamorar por sus ojos salvajes. Comprendí que era amar cuando
me tocaste con tus manos, suaves y frías, reteniéndome entre tus
brazos y convirtiéndome en un santo sin nombre.
La pena, la agonía, el dolor y la
rabia se transformaron en sentimientos poco prácticos, pero que
siguieron latiendo como nunca antes. Mi torva mirada, llena de
malicia, dibujaba tu silueta como la de un monstruo perfecto, pero en
realidad estabas condenado a la misma soledad que yo sentía. Juntos
no nos sentíamos huérfanos. Uno junto al otro éramos uno solo. Me
perdí en mi estupidez, olvidé que se crea por amor y se destruye
por odio. Quise destruirte sin dejar de odiarte, te odié sin saber
el verdadero significado de esa palabra y amé demasiado a la imagen
adorable de una santa en miniatura.
Nos convertimos en padres de una
religión distinta. Fuimos la legión de la noche, los monstruos
despreciables de siempre, que arrancaban sueños y dejaban pétalos
de lirios sobre sus lechos. Transformamos el concepto de familia,
hundimos nuestras armas en el frágil cuello de aquellos que nos
admiraban y aplaudimos a la maldad convertida en belleza. Vimos
belleza en las pompas fúnebres y nuestro lecho era de raso, roble y
encajes. Nos convencimos que seríamos eternos sin saber siquiera que
la eternidad es pesada, dolorosa y angustiosa cuando no se sabe amar,
se lleva el pecado en cada latido y uno se deja llevar por las
miserias de siempre.
Ahora, con el paso de los años, y éste
libro entre mis manos me doy cuenta que te amo, que nos amamos, que
el mundo necesita amor y comprensión. Ahora, con el paso de los
siglos, he visto la luz que tú llevabas siempre en soledad.
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