Allí, de pie frente a aquellos
jóvenes, comprendí que era la gran esperanza del triunfo. No me
creían. Podía ver en sus alocadas mentes que sólo veían a un
idiota, un estúpido, con talento y dinero en los bolsillos. Sabían
que si me hacían caso llegarían a salir de un garaje, tocar en un
estudio y finalmente, como no, lograr su ansiado sueño. Alex, Dama
Dura y Larry. Recuerdo bien sus nombres como si hubiese sido ayer
mismo cuando me presenté ante ellos, hambriento de sueños y
sediento de algo más que sangre. Quería que todos comprendieran la
verdad, más allá de las amarillentas y arruinadas páginas de un
ejemplar barato de Entrevista con el Vampiro, y me dispuse a
escribirla no sólo en canciones, sino también en una novela igual
de brillante y magnífica a ojos de cualquier lector.
Recorrí las calles montado en mi
Harley, dejé que el viento azotara mi melena y escuché grandes
éxitos del rock. Tenía que introducirme en la cultura, sentir la
rabia de toda una generación que en los setenta y ochenta se estaban
moviendo hacia los acordes mágicos de guitarras eléctricas, bajos
de sonido tentador y estruendosas baterías. Sí, debía hacerlo.
Tenía que dejar atrás el silencio,
pues Louis lo había hecho. Quebró, sin saberlo, una de las normas
básicas de los vampiros. Pero, ¿quién creería que era cierto?
Sólo nosotros y Talamasca, por supuesto. El resto de mortales,
hombres y mujeres, nos seguirían viendo como los vampiros de las
películas de terror. Drácula había hecho más por darse a conocer,
por insinuarse, que Louis. ¿Cuántas películas de ese elegante y
clásico vampiro existían? Decenas. Por eso yo debía hacerles ver
que era real, no la invención de un escritor. ¡Yo era Lestat el
vampiro! Y era un vampiro que destacaba por algo más que su melena
dorada, su sonrisa cínica y sus gustos sibaritas.
Y ahora, tras tantos años, me siento
ante el fuego de mi hogar. Observo con cuidado como se consumen los
leños en la chimenea y recuerdo las explosiones de fuego
descontrolado, los llantos, gritos y súplicas. Ni siquiera supe qué
fue de esos jóvenes que llevé conmigo, arrastrándolos al día del
Juicio Final. No. No supe qué fue de ellos ni, la verdad, no me
importa demasiado. Si vivieron pudieron observar que no mentía, si
no lo hicieron al menos se fueron con la incógnita resuelta a la
tumba.
Pero ahí, subido en el escenario, me
sentí como Morrison en uno de sus conciertos. Enamoraba con mi
movimiento de cadera a lo Elvis, seducía con mi tono de voz y
disfrutaba en el escenario más que Hendrix con sus solos. Sí,
disfruté. Reconozco que los pocos minutos en los cuales los focos
daban de lleno, calentando mi piel y provocando que sudara pequeñas
gotas rosáceas, me hicieron felices.
Ahora la duda es distinta. Saboreo otro
tipo de necesidades. Me gustaría saber cuántos jóvenes han
perecido en las últimas décadas, cuántos de ellos han regresado
como espíritus a unirse en una cruzada más allá del tiempo y, por
supuesto, querría saber si él sigue vivo. Recuerdo a Tarquin, con
sus hermosos e ilusos ojos azules, apoyado en el marco de la puerta
de Blackwood Farm invitándome a conocerlo más allá de su historia.
Extraño el aroma del pantano, el zumbido de los insectos, y la risa
estruendosa de Mona Mayfair. Hay también algo que echo de menos y
son las largas conversaciones con Nicolas, aunque él no ha sufrido
quema de otros sino la suya propia. Lo condené, pero ¿me odiará
como Claudia? Oh, y el fantasma de esa niña que tanto amé, de esa
mujer que tanto me odió, ¿seguirá por ahí rogando que me suceda
lo peor? No lo sé.
Hay tantas cosas que se han quedado
ahí, esperando en algún lugar a ser resueltas, que me niego a
pensar que mi aventura ha acabado. Todavía tengo fuerzas.
Lestat de Lioncourt
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