A mediados de Diciembre y finales del mes, por supuesto, tendrán otros dos memorias especiales. En total serán tres. Memorias, señores, memorias... Hay que contar lo que sucede, ¿no?
Lestat de Lioncourt
Durante los últimos treinta años,
aproximadamente, habíamos vivido un revuelo mediático importante.
La primera vez que se habló de nosotros como criaturas existentes y
dolientes, que alguien nuevamente alzaba la voz hablando de nuestras
virtudes y defectos, como algo más que seres fantásticos, diciendo
que éramos parte de éste mundo, fue con Louis de Pointe du Lac. Él
rompió el silencio, pero se quedó su grito ahogado en murmullos
desperdigados por el tiempo y los tugurios de mala muerte.
Muchos jóvenes se reunían en diversos
lugares del mundo, los cuales eran como su refugio, cientos eran
salvajes y atacaban a otros de forma libertina. No había reglas.
Nadie sabía nada sobre las reglas necesarias para la convivencia,
las cuales había ofrecido a Lestat hacía siglos. Louis no las
transmitió porque era un desconocedor de ellas, igual que el resto.
Llegué a pensar que hice mal al ocultarlas y rogarle al que fue mi
pupilo por escasas horas, debido a sus imprudentes actos, que no las
ofreciese tan a la ligera. Si bien, Armand sabía algunas también,
pero su transmisión quedó corrupta y olvidada. Era algo del pasado,
añejo y deslucido. Nadie seguía reglas algunas, ni siquiera las
suyas propias, y los inocentes caían como moscas.
Cuando Lestat apareció en la prensa,
escrita y audiovisual, creí que debía aparecerme ante él para
increparlo. Sin embargo, algo en mí, rogaba que siguiera su show.
Aquel número lleno de palabras seductoras, movimiento erótico de
caderas y aullidos similares a los de un lobo herido, me dieron una
idea de lo importante que era transmitir a las nuevas generaciones lo
que sucedía. Me había quedado anticuado. Aquel idiota, lleno de
grandes sueños y esperanzas, gritaba a los cuatro vientos que era un
vampiro. La noche de su concierto fue la sentencia de muerte de
cientos de jóvenes, los mismos que muy posiblemente estarían
encantados de decir que dieron muerte al gran Vampiro Lestat.
Desde entonces tenemos una cruz que
llevamos a cuesta. Sus aventuras se venden por cientos de miles en
todo el mundo, se han traducido a numerosos idiomas, los jóvenes
mortales lo tienen como una esperanza y un ejemplo de triunfo a pesar
de no creer ni una sola palabra, por supuesto, del supuesto
vampirismo que representa. Seguimos siendo un mito pese a todo. Las
diversas guerras, y enfrentamientos, como problemas puntuales que
hemos vivido no son nada, no han tenido repercusión alguna y no se
ha informado adecuadamente en los medios de comunicación. Nosotros,
los vampiros, tenemos celo ante la opinión pública y el exceso de
conocimiento de los mortales. Dominamos muchas empresas, poseemos
tentáculos en cualquier empresa gubernamental y podemos extorsionar
a políticos de todo tipo. Hay, sin duda alguna, una mafia con
colmillos dispuesta a todo. Aunque ahora queramos comunicarnos, pues
Lestat ha pedido a Benjamín que él sea quien la difunda, tenemos
especial cuidado sobre nuestras palabras y acciones.
Por mi parte, por supuesto, gozo de las
noches más embriagadoras que conozco. Suelo pasearme por las calles
más concurridas sintiéndome más seguro, aunque ligeramente
agotado. Ya no soy el sabio que creía que era, pues me he dado
cuenta que sigo siendo un niño estúpido soñando con ser un
pensador reconocido. He llegado a ser como Sócrates totalmente
descreído de mi conocimiento, pero también soy como Kant que creo
que la filosofía no se estudia sino que se desarrolla. Y nosotros,
los vampiros, tenemos una filosofía de vida, unas reglas y una
historia que seguir desarrollando mientras meditamos y ofrecemos al
resto nuestra mejor imagen.
La ciencia ha empezado, sin duda
alguna, a cobrar cierta importancia. No sólo somos transmisores de
verdades, sino también de nuevos conocimientos. Más de un vampiro
se había hecho con negocios relacionados con la ciencia. Vampiros
como el anciano Gregory Duff Collingsworth, que poseía un imperio
farmacéutico increíble, o el cabal y brillante Faared Banshali, un
científico que había logrado hacer numerosos injertos a vampiros y
crear dosis perfectas para impulsar nuestros deseos sexuales dando a
lugar, de ese modo, a Viktor Lioncourt. Si algo tenía claro es que
todo era posible en éste mundo de tecnología, ciencia y
razonamiento. Ahora sí existía un Dios y se gestaba en los
laboratorios de todo el mundo.
Por mi parte, por supuesto, me dedicaba
a la vida hedonista y contemplativa que siempre he amado. Mis
empresas son galerías de arte, invierto en nuevos talentos y me
dirijo siempre a museos para poder colaborar como restaurador de
diversas piezas de gran valor. Nadie conoce bien esa faceta mía,
pero no me importa. Tampoco conocen mis empresas dedicadas al cine o
actos menos relevantes. ¿Y qué? No importa. Disfruto de las
fiestas, me involucro con la vida más placentera que es recrear el
alma con la belleza pragmática de un óleo, y nada más.
Hace unas noches me encontraba en Nueva
York. Había decidido visitar aquella sede porque pronto nos
reuniríamos todos allí, del mismo modo que lo habíamos hecho hacía
algunas noches en el reconstruido palacio de Auvernia. Lestat solía
hacer dos o tres reuniones mensuales, las cuales eran para aceptar
propuestas, tener nuevos informes sobre los jóvenes desaparecidos o
los que estaban apareciendo asustados, confundidos y heridos.
También, por supuesto, solía hablar de su nuevo libro y nos
intentaba convencer que todo iba bien, sin sobresaltos.
Como decía, me había desplazado hacia
Nueva York. Hacía algunos meses que no pisaba Brasil y había
decidido estar más activo a la hora de contactar con el resto.
Admito que las nuevas tecnologías son aberrantes para mí, por muy
interesantes y rápidas que parezcan. No soy como Lestat que desea
aprender forzosamente. No. Yo no soy como él. Me gusta recibir
cartas por correo ordinario y enviarlas del mismo modo. Se puede
decir que amo ese tipo de cosas sencillas que me hacen sentir
contacto con la vida.
Estaba allí, en aquella horrible
ciudad llena de edificios nuevos cargados de almas insulsas o
desquiciadas, intentando concentrarme frente a un lienzo en blanco.
Me había recluido en una de las habitaciones de aquel edificio.
Armand, por el cual siento todavía amor y respeto, había elegido
los muebles y la decoración con una exquisitez terrible. Quién iba
a decirlo de aquel muchacho que rescaté, pero que cayó en las
garras de aquella deprimente, estúpida y cruel secta. Él seguía
teniendo pasión por el arte, devoción por la belleza y se dejaba
llevar a veces por la tecnología. Jamás he visto nunca mezclar lo
nuevo con lo viejo como en éste edificio, el cual poseía grandes
comodidades tecnológicas al servicio de hermosos frescos, elegantes
muebles restaurados y frondoso jardín interior.
Bianca me había acompañado en
silencio durante algunos minutos. Todavía no habíamos conversado
como ella quizás esperaba. Desconocía si quería, o no, pedirme
disculpas por su mala jugada. Si bien, conociéndola, sabía que no
lo haría. Si yo era orgulloso y terco, ella lo era mucho más. Su
belleza, sin duda alguna, seguía siendo la misma y, por supuesto, su
alma era aún rebelde, apasionada y comprometida con sus ideas. Aún
así notaba una tristeza infinita y profunda en ella. Por lo que
supe, aunque no de sus labios, perdió a su compañero, al que
realmente amó con toda su alma, y eso la marcó terriblemente desde
ese momento.
Sin embargo, quedé a solas. Podía
escuchar al resto conversar animadamente en el piso superior, junto a
la música de Sybelle y aquel músico llamado Antoine, mientras
Gregory reía y Avicus aplaudía como un niño pequeño ante las
ocurrencias de unos y otros. Sin duda, aunque me pese, me estaba
convirtiendo en un ser ligeramente huraño en ocasiones. Sólo quería
sacar de mi cabeza la imagen de Pandora, la cual estaba allí reunida
con aquel patético príncipe hindú que se había convertido en su
sombra. Necesitaba mostrar mis sentimientos sin hacer daño a nadie.
Daniel no me necesitaba, pues conversaba con Jesse Reeves y David
Talbot en uno de los sofás de cuero de otra de las salas. Nadie
había reparado en como me había escabullido, bajado las escaleras
de mármol y encerrado en aquel estudio.
A mi alrededor había numerosos
recuerdos de unos y otros, era como un pequeño trastero donde iban
dejando algunas pertenencias que usaban durante las reuniones. Había
abrigos de Bianca, bolsos de Sybelle, zapatos de varias de las damas
que nos acompañaban, un maletín elegante y muy sobrio de Gegory,
varios enseres de Fareed y Seth, un baúl de Viktor y Rose, varias
cajas sin abrir de productos informáticos que había adquirido
Armand y otros enseres que, por supuesto, ni me interesaban. Pese a
lo revuelto del lugar todo tenía un orden. Incluso había un orden
en los libros ajados, mil veces manoseados, de David Talbot. A mí lo
que realmente me interesaba era la vista que había hacia el jardín.
Había una enorme cristalera de marco de madera que daba al jardín
interior, el cual poseía enredaderas hermosas y numerosas plantas
que embriagaban con su aroma.
Tomé la paleta entre mis manos, y al
alzar la vista, me vi reflejado en un espejo mediano que allí se
encontraba. Yo, el demonio de las pinturas, con aquella ropa tan
similar a la de otra época, de mi color favorito, y con mis
habituales sandalias. ¿Realmente habían pasado más de dos
milenios? Era absurdo. Aunque ahora tenía menos arrugas, por culpa
de la sangre inmortal y los cambios drásticos en mi cuerpo, y el
cabello ligeramente más claro. Por lo demás, claro está, seguía
siendo aquel imponente romano de madre celta. Durante unos segundos,
aunque muy breves, me pregunté si realmente Mael estaba muerto como
decían. Yo sabía que ese imbécil estaba vivo y de verme así,
vestido como cuando nos conocimos, se hubiese echado a reír
diciéndome que vivía en el pasado. Ah, las viejas rencillas... eso
y pintar a Pandora, durante horas y horas, era lo que más extrañaba.
Hacía algunos meses que sólo era
capaz de pintar paisajes, personas desconocidas y algunos frescos
similares a los de cualquier iglesia. Me hartaba ese arte. Todo arte
tiene una belleza, pero no comprendía porque era incapaz de pintar
lo que mi alma necesitaba. Fue como en 2013, hacía unos años,
cuando sólo podía pintar lirios, rosas y enredaderas trepadoras.
Amel había tomado el control de mi mente, de mis pensamientos y mi
arte, y eso me había llegado a enfurecer. Sin embargo, la furia y el
miedo se habían diluido como un terrón de azúcar en una taza de
café caliente.
Entonces, cuando me disponía a
concentrarme, ella entró sin llamar. Vestía un traje arrebatador en
color guinda, el cual se ceñía a su estrecha cintura, y resaltaba
su piel pálida. Tenía el cabello negro suelto, cayendo sobre sus
hombros, y las joyas que lucía no restaban brillo a sus ojos
oscuros. Hermosa, como siempre, y fuerte, como nunca, me miró con
una sonrisa pintada en carmín. Deseé besarla, pero decidí
mantenerme cauteloso.
—¿Qué deseas?—pregunté—.
¿Vienes a reprocharme que no hago lisonjas a tu querido
compañero?—aquello provocó que su rostro se endureciera.
—No, venía a preguntarte si querías
unirte a nuestra conversación, con el resto de amigos, pero veo que
tu amargura sigue siendo tan eterna como tu estupidez—dijo alisando
la falda de su vestido, aunque no veía arruga alguna.
—¿Yo soy un amargado?—dije
arrugando la nariz—. ¿Cómo te atreves a decirme eso?—murmuré
lleno de rabia, aunque me concentraba para aparentar normalidad. Si
bien, mis ojos azules seguramente centelleaban.
—Tan amargado como tu amigo el
druida, que por cierto ¿has averiguado si sigue vivo? Pues en tus
crónicas afirmabas que lo estaba, llenando de esperanzas a la pobre
Jesse, y ahora, claro está, no se debe dar más disgustos a una
criatura que ha padecido tanto. Aún todos lloramos la muerte de
Maharet, su gemela y Khayman—giró su rostro hacia el jardín,
donde se hallaban las tumbas de aquellos pobres desdichados, para
luego mirarme a mí a los ojos—. Dime, ¿lo has hecho? ¿O fue tan
sólo otra de tus mentiras e incoherencias intentando llenar tu ego?
—¡Basta!—dije furioso tirando la
paleta al suelo—. Yo que me he refugiado aquí, como una alimaña,
intentando encontrar inspiración en mis recuerdos, mis sentimientos
que aún hoy brotan por ti, para crearte un magnífico retrato y tú,
maldita mujer, te dedicas a insultarme como siempre. Jamás debí
haber llorado tu partida.
—¿Mi partida?—murmuró apretando
sus pequeños puños, logrando que se tensara. Sabía que la
discusión, como una tormenta violenta, se avecinaba— ¡Serás
cínico! ¡Tú me dejaste abandonada! ¡Y lo hiciste dos
veces!—empezó a gritar mientras su ceño se fruncía, su mandíbula
se endurecía y me miraba como a sus víctimas antes de arrancarles
el corazón.
—¡La segunda no fue
intencionada!—dije girándome por completo hacia ella, provocando
que mis perfectos cabellos cayeran ligeramente sobre mi frente. Movía
mis brazos, mi cabeza y todo mi cuerpo porque la ira y la rabia
vibraban encolerizadas dentro de mí.
—¡Vaya! ¡Así que admites que la
primera sí lo fue!—otro reproche directo.
El pasado, como no, siempre era un arma
de legítima defensa para ella. Un arma cruel que solía usar con las
artes típicas de una mujer. Si una mujer no te lanza en cara, en
cualquier lugar y sin motivo, una de sus quejas date por seguro,
amigo mío, que eres un hombre afortunado. Os lo aseguro. Además,
las mujeres siempre buscan cualquier pequeña discusión para
doblegarte, someterte a sus caprichos y convertirte, como no, en un
muñeco entre sus manos. Sin embargo, hay que ser inteligente y saber
mantener la calma... cosa difícil.
—¡Fue por el bien de todos!—grité
en respuesta.
—¡Fue por tu miedo al
compromiso!—dijo acercándose a mí con una elegancia, así como un
deseo terrible de abofetearme— ¡Admítelo, maldito idiota!—gritó
estrellando la palma de su mano derecha, pequeña y rápida, en mi
rostro.
—¿Me estás llamando idiota?—dije
tomándola de las muñecas, pues sabía que era capaz de arañarme
con sus puntiagudas uñas.
Todos los vampiros tenemos unas uñas
tan fuertes y cortantes como navajas, podemos atravesar la piel y
cortar la vena de cualquier mortal. Inclusive podemos atravesar el
cuerpo de estos, arrancarles el corazón y beber de sus diversos
vasos sanguíneos.
—¡Si quieres te llamo imbécil, una
definición más acorde!—se movía intentando librarse de mí, pero
yo no iba a permitir que lo hiciera.
—¡Pandora, te exijo que te
disculpes!—había fruncido el ceño y sentía ese bofetón, tan
fuerte y conciso, como una patada en mi orgullo.
—¿Tú y quién más? ¿Tu ego y tu
látigo?—dijo con una sonrisa maliciosa— ¡Responde!
La solté de inmediato, provocando que
diese un par de pasos hacia atrás, pero cuando intentó encontrar la
salida, pues huía completamente indignada, la atrapé pegándola
contra la puerta. Mi frente quedó contra la suya, mucho más pequeña
y estrecha al igual que su cuerpo. Cubrí gran parte de su figura con
la mía, noté sus manos pegarse a mis brazos e intentar apartarme,
pero no pudo. La besé como hacía siglos que no la besaba. Mi boca
atrapó la suya con hambre insaciable, y mi lengua, rápida y
desenvuelta, agarró la suya convirtiendo el beso en una danza brutal
entre ambos.
En las diversas plantas, como en el
hall de entrada, se hallaban diversos compañeros riendo,
conversando, haciendo sus menesteres o simplemente divagando en sus
pensamientos. Y nosotros, como no, estábamos allí encerrados en un
momento de pasión inusitada.
Tiré de ella, como si no pesara nada,
y busqué entre los enseres de Fareed sus milagrosas agujas. Había
frascos color turquesa y aguamarina. Sabía que los turquesas eran
para las hembras, así que sin más, y aunque ella se resistía,
apliqué una fuerte dosis de estrógenos y andrógenos. Ella, en ese
momento, me miró confusa y me golpeó el torso a la altura del
pecho. Sin embargo, no dijo ni hizo nada segundos después cuando le
arranqué la ropa con furia.
Quedó desnuda, con sus senos de
pequeños pezones cafés al aire, y su pequeño monte de venus con
aquella minúscula mata de pelo oscura. Allí, desnuda, como la
propia Venus salida de las aguas, me miró confusa y perdida. Sin
embargo, se abalanzó a la caja y agarró una de las agujas turquesas
inyectándome a la fuerza.
—Si creías que el único que iba a
sufrir consecuencia era yo, estabas equivocado. Aquí los dos vamos a
rendir cuentas—dijo antes de golpearme fuertemente el rostro otra
vez, lo cual hizo que la empujara contra una de las diversas
alfombras extendidas que tenía la sala. Alfombras nada baratas, pero
deslucidas por el paso de los años.
Su cuerpo denudo llamó al mío, por
eso mismo me deshice de mi túnica y caí rendido sobre ella. No
suelo llevar ropa interior, salvo cuando debo vestir esas horribles
prendas bárbaras que se ajustan tanto a mis pies. Odio los
pantalones, las chaquetas y cinturones. Realmente sólo me encuentro
cómodo desnudo o con mis túnicas.
Ella allí, arrojada como una fiera
herida, me miraba decidida a todo. Sus uñas se clavaron en mis
brazos, arañándome y afianzando éstas con fuerza, mientras sus
muslos parecían tomar calor. Aquella boca inferior, con sus carnosos
labios, pedían que la sometiera con mi hombría. Ella ya me había
pedido hacía cientos de años, cuando tan sólo era una recién
nacida en éste mundo, que la hiciera mía.
Entré sin preámbulos, el deseo era
ciego y el calor que sentía, recorriendo cada parte de mi anatomía,
era sofocante. Al entrar en aquella húmeda vagina me sentí
apretado, honrado y complacido. El calor era delicioso, la humedad
excitante y la estrechez me hacía delirar. Mis manos se aferraron al
borde de la alfombra mientras mi boca buscaba la suya. Los besos eran
los de dos bestias, mis embistes eran firmes y constantes, mientras
ella gemía sin pudor palabras sucias.
No tardaron en acercarse a la puerta,
como siempre, con la curiosidad innata en muchos de nosotros. Escuché
los gritos de Armand furioso, para luego sentir un silencio terrible.
Era la sentencia de muerte de sus sentimientos, de sus viejas
ilusiones, y después de eso un ligero sollozo. No comprendía quién
podía estar llorando, sin embargo no me interesó. Los pechos de
Pandora, libres y de pezones erizados, llamaban mucho más mi
atención. Atrapé uno de ellos con mis labios, lo retorcí con mis
dientes y mamé de ellos un pequeño trago de sangre. Ella movía su
pelvis desesperada, pero cuando noté que estaba a punto de llegar
salí.
Rápidamente agarré la caja, tomé las
inyecciones y calvé varias en ella. Su mirada se nubló y su piernas
se abrieron fogosas, necesitadas, y deseosas de sentir placer. Mis
manos, suaves y frías, se hundieron en su vagina acariciando
fogosmente su clítoris. Gemía mi nombre y yo jadeaba al
contemplarla de ese modo. Tenía el carmín deslucido, el cabello
revuelto y los ojos cerrados dejándose llevar. Cuando me incliné
para lamer su sexo, mordisqueando sus labios inferiores, pude
saborear otras pequeñas gotas de su sangre. Bebía de ella,
generando placer y espasmos, mientras que la dosis surtía efecto en
su organismo.
En cierto momento volví a escuchar los
llantos, ahora eran dos, mientras la puerta parecía caerse a bajo.
No me importó. Ella estaba inconsciente en un mundo de placer
erótico, casi pueril, mientras se tocaba para aliviarse. La
arrodillé frente a mí, agarré del cuello y metí varios dedos de
mi mano zurda en su boca. Su lengua comenzó a lamer, conocedora de
como ofrecer placer con ella igual que una serpiente que sabe de su
peligrosidad, y de inmediato introduje mi miembro ofreciéndoselo
desde el glande hasta la base, rozando mis escrotos con su barbilla.
La penetré duramente y pude notar como su cuerpo temblaba. En ese
momento, cuando la puerta al fin se abrió, mi semilla llenaba su
boca manchando su lengua.
Me giré sin importarme nada,
sintiéndome triunfador de aquella pelea, pero al ver su rostro
manchado de sangre, decepción y coraje me aparté como un criminal
arrepentido. Si bien, algo en mí seguía celebrando aquel momento.
Armand lloraba, mostrándose ante mí como aquel chiquillo perdido y
desolado, mientras Antoine, ese músico delgaducho de cara demasiado
dulce, se aferraba a él intentando calmarlo. El tercero en discordia
de aquel grupo era Arjun, el cual tenía su traje de gala blanco
manchado de sangre. Parecía que no le importaba su aspecto, ni su
ropa, sino el dolor lacerante que sentía en su corazón.
Noté como Pandora volvía en sí,
recogiendo los jirones de su vestido y cubriéndose,
irremediablemente, con una de las cortinas que allí había
colocadas. Escuché como se rasgaba la tela y como sus pasos se
volvieron apremiantes cuando Arjun salió del marco de la puerta,
dispuesto a salir del edificio.
—¡Cómo te atreves a hacer ésto en
mi propia casa!—gritó furioso.
—¡Puedo hacerlo donde me plazca! ¡No
eres mi dueño, pero olvidas que yo sí lo soy de ti!—no sentía
esas palabras, pero indudablemente las dije. Acepto que fueron
crueles y poco certeras, deshonestas y desalmadas, aunque ya es tarde
para pedir disculpas.
—¡Yo te estuve esperando durante
cientos de años, mi amor fue intenso y tú decidiste destruirlo! ¡Ni
siquiera me diste el consuelo de una noche contigo! ¡Sin embargo,
vienes aquí y tratas como una ramera a Pandora, a la misma que
destruiste con tu puñetero orgullo! ¡Eres tan estúpido como los
que llevaron al fracaso a tu patético Imperio Romano!—aquel ataque
me vino de improvisto. Armand siempre se había mostrado ligeramente
sumiso, pero estaba claro que él había cambiado mucho más que yo.
—¡Por qué no te vas a rezar a tu
Señor para ver si alguien te ama! ¡Alguien a quien no vuelvas loco
y provoques que te deje!—dije con malicia.
En ese preciso instante apareció
Daniel. Él me miró sin importarle nada, indiferente. Noté entonces
la diferencia entre él y Armand. Daniel Molloy, mi querido
periodista, sabía que yo era libre para hacer lo que me placiera,
del mismo modo que él se sentía libre para lo mismo. Aquello, sin
duda alguna, me hizo sentirme aún más furioso. Los celos me
carcomían el alma.
—¡No te atrevas a levantarle más la
voz a Armand!—replicó el joven músico.
Su rostro, siempre calmado, se llenó
de una furia increíble. En ese instante supe que lo amaba, y lo
hacía de un modo que yo jamás había sido capaz de amar a Pandora,
Armand, Bianca o a cualquiera de mis creados. Él lo amaba por encima
de sí mismo. Podía destruirlo fácilmente, provocando un incendio y
achacándolo a una ira desatada, pero no le importó.
De inmediato se interpuso entre mi
viejo querubín y yo. Armand se aferró a él, por la espalda, y
empezó a llorar ocultando su rostro en la chaqueta de Antoine. Las
manos del músico dieron con las de mi adorado Amadeo. En ese
instante recordé tantas cosas, todas las buenas y malas, y decidí
vestirme. Daniel había recogido mi túnica y me la ofrecía, así
que no tuve que buscar demasiado.
Salí de la habitación y vi a Pandora
aferrada a su creación, la segunda y última que hizo, acariciando
sus cabellos y jurándole que había sido un acto cruel, improvisado
y que no se repetiría.
—Amo a Marius, pero somos
incompatibles—escuché que decía—. Tú eres demasiado bondadoso
y eso, amor mío, todavía me aterra.
—Tú eres mi sueño. Sin ti decidí
ocultarme del mundo, pues me faltaba la luz. Era una noche sin luna
ni estrellas, un día sin sol en el horizonte, y un jardín
convertido en desierto. El mundo, Pandora, se volvió insípido e
insoportable—se aferraba a ella, ocultando su rostro en el cuello
de ésta, y mi mujer, a la cual nunca le quise dar ese título,
lloraba amargamente junto a él.
—¿Qué has hecho, Marius?—murmuré
para mí.
Daniel había salido de la habitación
quedándose a mi lado, como si quisiera apoyarme en todo momento. Él
sabía que había hecho mal, pero no me lo recriminaría. Entendía
que todos debíamos aprender de nuestros errores y fracasos. Y yo,
como no, debía comprender que jamás podría tener a Pandora por
mucho que la deseara. Ella y yo éramos incompatibles, teníamos
demasiadas rencillas e impedimentos. Pero, lo que más me dolió, fue
ver a ese músico besando dulcemente el rostro de Armand al pasar a
nuestro lado.
Eran casi de la misma edad, aunque el
creado de Lestat era más espigado. Recordé a Riccardo y me di
cuenta que hacía el mismo papel protector, el cual había aceptado
Armand por necesidad y amor. Pude ver amor. Sentí unos celos
insoportables. Celos por Arjun, celos por la pasividad de Daniel y
celos porque Armand pudiese encontrar a alguien mucho mejor que yo.
Asumir todo aquello, en esa noche, provocó que me marchara sin decir
donde iba.
Caminé por las calles de Nueva York
provocando que algunos me miraran, muchos pensarían que había
salido de un rodaje tardío de alguna película. El viento gélido
cuarteaba mi cara, provocaba que mis manos se congelaran y no
sintiera mis pies. Al llegar a una de las calles, cuyo nombre
desconozco, encontré a Thorne caminando sin rumbo. Una vez más, en
una noche cualquiera, nos tropezábamos. Él se acercó a mí, no yo
a él, me abrazó y ofreció dos besos. Después, como no, regresaos
conversando a esa maldita sede. Pandora y Arjun ya no estaban, igual
que no se encontraba ese ambiente acogedor y festivo, entré en mi
habitación y me encerré solo.
—¿Realmente me estoy convirtiendo en
un amargado?—dije tumbado en la cama de rojo satén—. ¿Qué
puedo hacer? Siento celos por todo, pues sé que no soy el centro de
nada... Me siento como Roma a punto de caer, destruido por completo.
Entonces la puerta se abrió, era
Daniel, se acercó a la cama y se echó a mi lado desnudo. Su cuerpo
delgaducho era atractivo. Sus cortos cabellos rubios rozaron mi
mentón mientras apoyaba su cabeza sobre mi torso. Pronto noté sus
besos en mi cuello, sus manos contra mis costados y su corazón
empezó a bombear a la par que el mío.
—¿Crees que es cierto lo que dijo
Pandora?—pregunté.
—Si ella lo dijo es porque así lo
cree, aunque no sé bien a qué te refieres—su tono de voz pausado
y, ligeramente, melancólico me sosegaron. La respuesta no fue la que
yo esperaba, pero era la que bien conocía mi alma.
—Antoine... ese músico...
—Tiene agallas y ama a Armand, pues
Armand logró que tuviese todo lo que una vez soñó. Está
agradecido y admira poderosamente el alma torturada de mi creador—se
incorporó y me miró en la penumbra. Allí, pese a la escasa luz,
pude ver sus ojos violetas clavados en mí—. Con el paso de los
años he entendido más y mejor a Armand. Somos incompatibles, pero
me gusta pasar algunas noches cerca de él. No es como
pensaba—suspiró pesadamente y se sentó sobre mis caderas—. Tú
aún lo ves como el niño perdido en la secta, el muchacho con la
cabeza revuelta de conceptos destructivos, pero no es así. A duras
penas cree en sí mismo, pero aún tiene marcado a fuego el concepto
de bien y mal. Aunque, Marius, no es un concepto que germinara
gracias a Santino, sino un concepto creado cuando era un niño.
Tomé su rostro entre mis manos,
deslizando mis dedos por sus mejillas, hasta llegar a su cuello. Era
hermoso. Un hombre de unos treinta años, de una vida decadente y
bohemia, que se había convertido en un loco en medio de un mundo
tenebroso. Nadie daba nada por él. Armand no podía destruirlo, se
veía incapacitado para ello, pero a la vez no soportaba tenerlo
cerca. Me concedió el honor de cuidarlo, quizás porque se lo debía,
y yo me enamoré de él con el paso de los años. Igual que le sucede
a muchas enfermeras con sus pacientes, esa compasión infinita se
convierte en amor y el amor une más que el odio.
—Te sabes libre para hacer lo que
desees, para coquetear con quien quieras, y sabes que yo igualmente
lo soy—dije incorporándome entre los almohadones.
—Te necesito, pero no soy
dependiente—echó sus manos a mis hombros, para apoyarse y poder
inclinarse hacia mí, y me besó. Fue un beso comedido, pero lleno de
significado—. Ve a verlo, está en la sala aún. Antoine hace unos
minutos que se tuvo que ocultar, pues es demasiado joven—rozó mi
miembro con su prietas nalgas y sonrió perverso—. Mañana puedes
ser mío, pero hoy puedes ser de quien desees.
Aquella invitación me tomó de
sorpresa, pero la acepté. Salí de la habitación, no sin antes
tomar mis propias dosis. Fareed nos había hecho llegar a todos un
kit con dosis. Todos los meses teníamos varias a nuestra
disposición. Él necesitaba saber los resultados, como un pequeño
estudio, y nosotros nos beneficiábamos de ello.
Al entrar en la sala principal, donde
todos se reunían usualmente, lo encontré sentado en la silla de
Lestat, la cual tenía su escudo del león junto a la rosa sangrante.
No había nadie más. El resto se había marchado u ocultado en las
distintas habitaciones. Él parecía ensimismado, como si no quisiera
hablar con nadie más salvo con él mismo.
—Vete—susurró cuando me acerqué—.
No quiero verte, pues suficiente has hecho—murmuró.
Me acerqué más, lo levanté de la
silla como si no pesara nada y él no opuso resistencia. Sabía que
era inútil. Yo era mucho más poderoso que él y podría hacer
cualquier cosa ante su desobediencia. Intentó apartarse cuando vio
la aguja, como si se resistiera a ser mío. Sin embargo, acabó
inyectado al igual que yo. Sin importarme nada, ni siquiera que
alguien pudiese encontrarme de nuevo en esa situación, lo abofeteé
y le saqué el cinturón de sus pantalones. El mismo cinturón que
usé contra su piel, marcándolo durante unos breves segundos.
Él no daba crédito, pero también
estaba excitado. Sabía sus puntos débiles. Comprendía sus celos,
pues yo también los tenía, pero no los iba a aceptar. Él no tenía
porque tener celos de Pandora, pues Pandora era mía mucho antes que
él lo fuese.
—¡Por qué!—gritó con cierta
rabia.
—Porque las putas como tú, querido
querubín, no pueden sentir celos—lo arrodillé frente a mí, como
hice con Pandora hacia unas horas, e introduje mi miembro en su boca.
Él atrapó el glande con sus labios,
apretándolos con cierta rabia, y su lengua, rápida y húmeda,
comenzó a enroscarse jalando de cada milímetro de piel. Succionaba
con fuerza y glotonería, engullendo cada vez más mi sexo. Sus ojos,
castaños y libertinos, me miraban con deseo y fascinación. La
correa volvió a sonar contra sus manos, pues no deseaba que tocase
mi cuerpo.
—Las furcias, como tú, no pueden
tocar—susurré con rabia.
Acabé tomándolo del pelo, el cual
siempre me recordaría al fuego y la sangre, enredando mis largos
dedos en sus mechones. Él, quien fue mi devoción, volvía a serlo.
Rápidamente lo empujé contra la mesa de reuniones y lo penetré con
rabia. Cada embestida sacaba un gemido desgarrador de su garganta,
sus manos se aferraron a la mesa y las mías a sus caderas. De vez en
cuando hacía sonar aquel trozo de cuero marrón, de hebilla dorada,
contra su espalda, sus nalgas, sus hombros y sus costados.
Finalmente, como no, acabé usándolo como un collar apretando su
garganta.
Las malas palabras provocaron mayor
excitación en él, sus caderas se movían desesperadas y mi lengua
se paseaba sobre sus heridas lamiendo las minúsculas gotas de su
sangre. Él perdía el juicio, quedando a merced de mis deseos, y
entonces lo vi entrar a Daniel, absolutamente desnudo salvo por su
sonrisa suave. Él vino hacia nosotros, comenzó a acariciar a
Armand, para luego ponerse a mi altura y comenzar a besarme. Su boca
sabía dulce, igual que el momento que vivía. Me percaté que él
también se había inyectado, que estaba erecto y deseoso de
atenciones, así que le ofrecí la boca de quien fue su amante y
compañero, así como mi criatura. Armand no dudó en succionar su
sexo, mientras él tomaba asiento en la silla. Ya no estaba
penetrándolo contra la mesa, sino contra el cuerpo de nuestro
amante. La silla de Lestat, la que solía usar para mandar al orden,
estaba siendo nuestra cama.
En cierto momento noté como el
esfinter de Armand se estrechaba, apretando con fuerza sus músculos,
síntomas de una inminente eyaculación. Esto provocó que yo llegara
dentro de él, en lo más profundo, y al salir se lo ofrecí a
Daniel. Aquel periodista, el cual fue torturado por sueños
indeseables y una vida de tinieblas, ahora estaba más lúcido que
nunca y más desesperado también. Sin escrúpulos introdujo su sexo
en aquel cálido y mancillado orificio. Penetró a Armand subiéndolo
a sus piernas, dejándolo con su espalda contra su torso, para que yo
viera su cara de placer.
Los labios y mejillas sonrojadas de
aquella criatura, el cual podía ser un terrible demonio, le daban un
toque arrebatador. Parecía el ángel de algún fresco de la cúpula
de una iglesia. Su cuerpo, pequeño y manejable, se retorcía y gemía
ronco esperando que aquella delicia no acabara. Pero acabó. Daniel
dejó derramar su simiente en su interior, quedándose satisfecho,
para luego comprobar como la lengua viperina de aquella criatura nos
limpiaba a los dos.
Esa mañana nos fuimos a descansar los
tres, con los cuerpos enredados entre las sábanas. Pude tener mi
pasado y presente sobre mi torso, sin rencillas ni celos. Armand
parecía perdido en sus pensamientos a menudo, pero no podía
reprocharme nada. Daniel, sin embargo, cayó agotado demasiado
pronto.
2 comentarios:
Jujuju. Me pareció muy bien que decidieran hacer esto de los fanfics. Quisiera hacer una partición; por favor hagan uno de Lestat x Louis, así todo hot como este... Es que a mi me encanta esta pareja <3
No quiero parecer desagradable... ¡Pero la mayoría de fics que publicamos son de ellos dos! Además, es algo que solemos hacer incluso cada pocas semanas. Simplemente, es un especial al ser de más de dos personajes.
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