—Acepta la maldad en tu corazón,
somos demonios.
¡Su voz! Podía escuchar su voz,
sentir su aliento cerca del mío y esa mirada llena de furia. Ojos
oscuros, como la noche misma, clavándose en mí con un delirio
atroz. Estaba enfermo de odio, rabia y también de un amor que se
desquebrajaba hasta convertirse en nada. ¡Cuán miserable me sentía!
¡Cuán terrible quedé!
—¡No somos demonios! Dios no existe
y el Diablo tampoco.
Respondí con orgullo. Mi soberbia me
cegaba. No atendía a escucharlo. Sí éramos malvados. Debía
haberle dicho que creía en otra clase de demonios, pero no en el
bíblico. Pude haberlo detenido y callado, abrazado pegándolo a mí,
y ofrecido mi consuelo. ¡Pero no! Decidí que gritara con fuerza
hasta escupirme todo su veneno, como una serpiente. Culpable, sí.
Era culpable... ¡Soy culpable! Todavía su muerte pesaba sobre mis
hombros. Aquello que amé, por lo que luché, se convirtió en un ser
salvaje que mostraba sus colmillos como los lobos que tuve que
sacrificar para poder sobrevivir.
—¡Claro que sí existe el Diablo!
¡Yo soy parte de él! ¡Soy uno de sus miembros! ¡Soy sus ojos en
la tierra!
Aquella conversación siguió, como no.
Su rabia se incrementó y pude notar como deseaba abalanzarse sobre
mí. Tantos días en silencio, tanto dolor, para ser acuchillado aún
más por él y su necedad.
—¡Estúpido! ¿Quién te dijo eso?
¡Quién te ha podido infundir tales mentiras!
¡Oh! Santo Dios... pude verme a mí
mismo señalándolo, haciéndolo aún más mártir, mientras las
tablas del teatro se quejaban y las velas temblaban. Armand, a
nuestras espaldas, observaba todo como una estatua de mármol, al
igual que mi madre. Allí, reunidos los cuatro junto a los ayudantes
del viejo líder de la Secta, vivíamos nuestra última batalla.
—He visto en tu sangre la maldad, esa
que predicas como inexistente, también la codicia, el egoísmo y la
mentira. He visto en ti lo peor, cuando creía que eras la luz de mi
mundo. Te has convertido en tinieblas y has arrasado con mis
esperanzas.
Recordé esa conversación como si la
viviese en ese mismo instante. Un escalofrío recorrió mi columna
vertebral y lancé a las llamas un par de trozos de leña. Allí,
sentado en mi sillón favorito, observé como las llamas consumían
cada trozo hasta reducirlos a cenizas. Me imaginé su cuerpo danzando
sobre las llamas, convirtiéndose en una antorcha en medio de París,
y el silencio, al fin el silencio, de su enigmático y caro violín.
Había comprado uno de esos violines
extraordinarios, pues pensé que le haría feliz, pero sólo lo
maldije aún más. Me comporté como un estúpido. No supe amarlo.
Jamás supe apreciar su dolor y la ira que emanaban sus carnosos
labios.
¿Cuántas veces me rogó que me
quedara? ¿Cuántas veces negué su idea? Me burlé de él. Me reí
de sus creencias. Le llamé loco. Mi comportamiento era el de un
estúpido. No vi su sufrimiento. Sólo creí que era una reprimenda
por haberlo abandonado. ¿Y de haber sido así qué hubiese pasado?
Nada. Me lo merecía.
Lestat de Lioncourt
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