Lestat de Lioncourt
La observaba sin pudor. Podía recorrer
con mis ojos claros, aunque nublados por las lágrimas, cada trozo de
su cuerpo desnudo. Era como la Venus que salía de la espuma del mar.
Parecía una diosa pecaminosa, aunque también delicada y necesitada
de un amor puro, más allá de palabras extravagantes y abrazos
sinceros. Sus labios carnosos, pintados de un labial natural rosáceo,
cantaban al deseo. Sus ojos, verdes como la esmeralda que debía
llevar colgada de su cuello al ser la heredera de los Mayfair,
brillaban bajo la tenue luz de mi habitación. Era una mirada
indecente la que yo le ofrecía, pero no le importaba.
Su piel parecía suave, como el
terciopelo, y sus pecas, que salpicaban diversos rincones de su
rostro, torso y brazos, eran demasiado atractivas. Era una de esas
muñecas de porcelana que parecen vivas, pero ella estaba viva y no
muerta. Aún tenía aroma a flores y muerte. Unas flores que se
hallaban regadas por la colcha, el suelo y sus cabellos. Mi Ophelia
había sido rescatada de las aguas del Tártaro, dejando atrás a
Caronte, porque la Muerte, en forma de atractivo y rebelde vampiro,
le había dado la oportunidad que yo había suplicado entre lágrimas.
No sabía qué decir. El silencio era
una daga que nos rompía en dos mitades, aunque siempre lo habíamos
sido pese a la unión que habíamos formado nada más conocernos. El
amor es como un poderoso pegamento, que une por siempre a las almas y
las condena a estar nuevamente unidas. Una deliciosa condena, si me
permiten decirlo, porque nos ofreció la felicidad que tanto habíamos
rogado.
Dejé que mis lágrimas se liberasen de
nuevo, manchando mis mejillas, mientras ella acariciaba con cuidado
sus mechones rojizos. Esa bendita pelirroja, esa diosa, deseaba ser
abrazada por el idiota que no sabía cómo reaccionar ante aquel
milagro. Finalmente me armé de valor, me lancé sobre ella y la
cubrí de besos. Era mi Mona, mi dulce Mona, la mujer a la cual había
dado mi corazón cuando apenas éramos unos niños caminando por el
Edén de éste mundo tan cruel.
La envolví entre mis brazos, sentí el
calor de su figura delicada y curvilínea, y me sentí un ladrón.
Había congelado las manecillas del reloj, asestado una puñalada al
destino y robado al ángel que deseaba tener por siempre en su
vitrina. No conocería un ataúd, ni escucharía oraciones de su
funeral, sino mi voz recitando poemas de amor. Eso, sin duda alguna,
lo conocería como un sacerdote conoce todos los rezos y cánticos de
una iglesia en sagrada congregación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario